Vigésimo primer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Vigésimo primer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

A Gonzo lo violó Fico. Sucedió en uno de los corredores del pasaje que llamábamos quintas, pequeños pasillos que daban a un pequeño patio en el que se erigían tres pequeñas casas de casi la misma dimensión que el resto de casas del pasaje. Fico fue el primer fumón de mi generación, unos años mayor que nosotros, despiadado, agresivo y carente de empatía. Nos sacaba la mierda a todos y se reía al hacerlo. No llegó a formar parte de la hornada de delincuentes del barrio porque se marchó antes de que se consolidaran las pandillas y antes de que el viejo Roni empezara a traer fumones de otros barrios, pastrulos que más tarde Cacho incluiría en su mancha.

Perico tuvo algo que ver con la violación de Gonzo. Las casas de ambos eran colindantes y Gonzo había llegado al barrio hacía menos de un año, era un pobre lorna de mierda, todos le metíamos la mano, Fico le metía la mano frente a todos. Eso era extraño porque el padre de Gonzo había sido tombo, como el viejo de Perico. Pienso ahora que la vulnerabilidad de Gonzo ante Fico surgía de su deseo de ser como él, de ser un atorrante duro y abusivo. Los demás podíamos seguir el juego de la violencia hasta cierto punto, no queríamos dejar de ser nosotros mismos. Pero Gonzo veía en Fico lo que no podía llegar a ser. La tarde en que todo sucedió, Perico, Fico y Gonzo habían estado paseando en bicicleta. Fico solía pedirle la bicicleta a Gonzo y llevarlo sentado en la barra interior; así recorrían varias cuadras entrenando la mirada avizora sobre los transeúntes. Gonzo iba «en el palo» de su propia bicicleta, feliz de que el malo de la mancha lo protegiera y lo llevara de paseo, síntoma de una sumisión que se transformaría en algo incontrolable.

Se detuvieron en la puerta de una de las quintas cercanas a la casa de Perico, que fue a dejar la bici en su azotea. Cuando Perico nos contó con su risa hiriente y escandalosa que los encontró en la quinta y vio a Gonzo con el short por las rodillas y a Fico moviéndose debajo de él con una especie de locura enferma, yo creí que era una de las típicas bromas de adolescente a las que estábamos acostumbrados. Empezamos entonces a seguir la joda, a dejar que el rumor creciera, a decir que Gonzo era la mujer de Fico. Gonzo se reía tímidamente, pero después de un momento llegaba a gritar que dejáramos de joderlo. Era solo una broma, llorón de mierda, ¿por qué chucha te pones así, huevón?

Una tarde yo volvía del colegio y, justo antes de entrar a mi casa, escuché un barullo que venía del fondo de la cuadra. Una bronca poco común, una pelea que no era entre niños ni adolescentes. Las voces eran adultas y graves, era una pelea seria, aunque tampoco parecía una bronca de fumones y delincuentes. Era una bronca distinta, una sobre algo delicado. La casa de Fico quedaba casi frente a la de Gonzo. Hacia allá me dirigí. Ahí vi a los viejos mechándose.

El viejo de Gonzo, extombo que trabajaba como taxista, había intentado golpear a Fico. Llegó a darle unos golpes y a tirarlo al suelo, frente a la puerta de su propia casa. Quizás pensó que el padre de Fico, que nunca se metía en ningún rollo del barrio y transmitía una tranquilidad respetable por ser algo mayor, no reaccionaría. Fico era algo así como su Benjamín descarriado. Los dos viejos terminaron sacándose la mierda frente a sus familias, revolcándose como mocosos, mientras Gonzo y Fico se miraban en silencio, los hermanos de Fico protegiéndolo y formando un círculo a su alrededor. El padre de Gonzo amenazó con denunciar a Fico, pero nunca supimos si eso llegó a suceder. El asunto fue enterrado, silenciado por todos. Fico y su familia se fueron del barrio unos años después. Gonzo creció y nadie mencionó nada nunca más en ninguna de las tardes de juego que sucedieron a ese día. Gonzo se fue apartando poco a poco, no volvió a salir en bicicleta con Pacheco y Perico. Hasta que un día dejó de andar con nosotros, y se acercó al Cacho, que ya empezaba a salir del barrio y a relacionarse con choros de peso. Antes de cumplir dieciocho, ya Gonzo tenía una moto deportiva y un arma automática. Su propio padre no podía controlarlo y le tenía miedo. Quizás pensaba que su hijo quedó marcado por la violación, pero a mí siempre me pareció que lo que dirigía su conducta era el desprecio por los débiles que heredó de Fico, esa inyección de odio hacia la gente sana, esa forma de odiarse a sí mismo.

Trapo hacía dinero levantándose maricas en discotecas del centro y robando en moto con el Cacho. Gonzo empezó a robar casas y fue de los primeros en ser detenido e irse a la cana, incluso antes que el Cacho.


Observo una vez más desde el tercer piso de mi casa el solar demolido. Bajo la mirada y, frente a mí, la casa de mis antiguos vecinos, esa familia a la que he visto envejecer y que hoy apenas me saluda; una ruina más. Reconozco en ella el comedor, un pequeño espacio en el que mis antiguos vecinos pasaron gran parte de su vida, el casi medio siglo en que se hicieron ancianos agrios, y viene a mi mente aquel día en que uno de ellos tuvo que velar el cadáver de su hijo, un adolescente dos o tres años mayor que yo, que murió en circunstancias extrañas en la escuela de oficiales de Chorrillos. Fue la primera vez que tuve tan cerca el cuerpo muerto de alguien que jugó conmigo en la calle.

Volví a contemplar el espacio, mi mirada atravesó el vacío sin encontrar la antena de radio ni el solar. Uno de los pabellones del laboratorio que demolían en ese momento mostraba ya las varillas de acero oxidadas de sus columnas. Ya echaron agua sobre el polvo del terreno del solar demolido, ya no invadirá nuestras casas esa nube áspera por las tardes, dijo mi padre. Pienso otra vez en la quinta, en los chicos arrogantes que vivían en ella y que nos trataban como si nosotros viniéramos de una barriada, a pesar de vivir a unos metros de nuestras casas. Los partidos de fútbol en su cuadra rodeada de jardines, el olor de la caída de la tarde, pan recién horneado en la panadería de la esquina, los panaderos con sus bocinas y la salsa de moda. Las cosas no eran muy distintas en nuestra cuadra, pero, a pesar de ello, todo se sentía distante, como si los pocos metros que nos separaban fueran un portal a un mundo paralelo. Las pelotas rotas y las broncas por el dominio del espacio, los círculos que formábamos en las esquinas y en cuyos centros dos muchachos se golpeaban hasta sangrar, las reuniones en esas mismas esquinas para intimidar al enemigo que cruzaba la calle solo y desprevenido, las provocaciones frente a su quinta o frente a nuestra esquina, tensiones que se fueron desdibujando con el tiempo, fronteras que ya no tenía sentido romper. Nos hicimos mayores y nos veíamos por la calle con indiferencia o con respeto. Poco a poco fuimos cruzándonos cada vez menos, unos se fueron, algunos estaban irreconocibles.

Vigésimo primer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Vigésimo primer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

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