Decimocuarto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Decimocuarto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

Pensé en la antena de la estación de radio y supe que mi geografía personal sufriría un cambio más, que se abriría algo desconocido dentro del mismo espacio en que nos encontrábamos en ese momento, frente a la televisión. Era como si la casa a la que había vuelto tras separarme de mi pareja estuviera cediendo ante una oscuridad envolvente que era lo real, como si mi equilibrio fuera apenas un intento. Era ese presagio latente lo que me sobrecogía por las noches y aceleraba mi respiración. Como si la destrucción del mundo exterior se metiera en mi pecho. Nada en mi vida afectiva, profesional y creativa había dado resultados, ninguno de mis intentos dio frutos, todo era estéril y, como ahora, todo moría alrededor, como tierra árida y envenenada.

Mi padre terminó de beber el café con leche y se quedó callado por unos instantes. Cuando sentí que iba a decir algo, me adelanté:

—No está en casa de mi abuela —mi voz sonó como la de un adulto que intenta calmar a un niño—. Mañana iré a casa de tía Mari.

—Ya son dos días, hijo —su pesadumbre me sonó insostenible—. Deberíamos sentar una denuncia ante la policía.

—¿Por desaparición o por abandono de hogar? —fui cruel al preguntar, pero mis palabras surgieron de repente y hasta me sobresaltaron.

Él permaneció en silencio. En la televisión hablaban de un asalto cometido por raqueteros a una pareja en la medianoche del día anterior. A él lo mataron, ella estaba herida.

—Al menos avisó que se iba. No está extraviada —señalé mientras recogía la mesa.

De la nota no le dije nada, porque eso era lo que mi madre pedía en ella.


Mi madre y mi abuela llevaban varios años distanciadas luego de una escalada de malentendidos y rencores irresueltos, producto de sus decisiones y eventos del pasado, causas y efectos que alimentaban sus emociones, como si el tiempo se hubiera congelado dentro de ambas y sus discusiones gravitaran en torno a seres que ya no se encontraban más en sus vidas, fantasmas y escenarios pasados que ellas volvían a reinterpretar, como el ritual de su complicada relación.

Si lo pensaba detenidamente, resultaba que mi madre era una persona bastante conflictiva con parte de su entorno; sin embargo, había sido ella quien sacó adelante algunos proyectos del barrio, cediendo y llegando a acuerdos incluso con vecinos poco colaboradores. Poseía el desprendimiento suficiente para aceptar ideas o propuestas que podían ser mejores que las suyas, y canalizaba su voluntad hacia otros objetivos cuando consideraba que no necesitaba decir o hacer más. Como si se fundiera con el viento, llevando vida, haciéndose fuerte.

Durante los años en que viví fuera de casa, estuve siempre al tanto del deterioro de su relación con mi padre, pero yo tenía mis propios asuntos con Mika —asuntos que finalmente me obligarían a volver a casa de mis padres—, y aunque algunas ocasiones intenté apaciguar las molestias de ambos y equilibrar el terreno, finalmente, después de lo que descubrimos en el hospital, no había manera de reparar nada.

Al tercer día, dije a mi viejo que iría a buscarla a casa de mi abuela. No lo hice. Tampoco llamé a casa de tía Mari, una amiga muy querida de mi madre, con quien vivió parte de su infancia en su ciudad y luego, más tarde, compartiría su vivienda cuando mi madre llegó a Lima conmigo en brazos. No lo hice porque sabía que mi madre no estaría con ninguna de ellas. Poco a poco iba entendiendo el objetivo real de su fuga. Así que hice lo que me pedía en su nota.

Debía salir temprano, sin que el viejo se diera cuenta. Salí de la casa y apenas me había alejado unos pasos de la puerta, cuando el fuerte olor a orina de los gatos callejeros que habían pasado la noche peleando me envolvió de golpe. Avancé pisando inevitablemente la abundante mierda de las palomas que habitaban los techos y ensuciaban la acera y los vidrios de los autos. Eran casi las siete de la mañana, la luz ya había estallado débilmente en el cielo invernal, el pánico de la noche anterior me había dificultado el sueño y me había dejado la boca seca, la saliva amarga, el estómago revuelto.

Llegué a la esquina, crucé la reja y levanté la mirada. Lo que vi terminó de despertarme: un edificio de casi veinte pisos se erguía al otro lado de la manzana, en la avenida paralela, la que se iba llenando poco a poco de edificios inmensos de dieciocho o veinte pisos y ocho o diez departamentos por planta. ¿En qué momento había surgido ese edificio? ¿Cómo brotó de la tierra? Era imposible no haberlo notado mientras lo iban construyendo. O quizás vi que instalaban las maquinarias y posteriormente ignoré de forma inconsciente las torres grúa y los elevadores de cemento, como una forma de resistirme a ese cambio. Ahora era imposible evadir su presencia. No podía recordar con claridad si sobre su terreno hubo antes un taller mecánico o una concesionaria de autos. ¿Cuánto habían demorado en levantar el edificio? ¿Cuánto cemento y tierra se había movilizado hasta ese punto del barrio para elevarlo? Antes de volver al barrio, después de abandonar el departamento en que vivía con Mika, había ido de visita a casa de mis padres algunas veces, pero nunca me había percatado de esa construcción. Ahora, el edificio había cubierto parte del horizonte. Entorné los ojos, la luz tempranera me hería levemente, contemplé la altura del edificio como lo hacía cada vez que miraba la antigua torre de la estación de radio. Era como si mirar las alturas encerrara un temor ya conocido, una nueva amenaza o un punto de estabilidad neutro en el espacio, todo al mismo tiempo. Solo volví en mí cuando percibí la presencia de algunos niños que caminaban solos o con sus padres, niños vestidos con uniformes escolares y con rostros adormilados, como yendo a cumplir una condena. Uno de ellos levantó la mirada hacia el edificio y avanzó con indiferencia metiéndose las manos en los bolsillos y pensé que, sin que lo supiera él, algo en un rincón de sus sentidos acababa de instalarse, un faro, una textura, un referente de la que aún era su ciudad.

Decimocuarto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Decimocuarto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

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