Undécimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Undécimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

La gata callejera se metió en la cabina de vigilancia donde Perico, Martín y yo bebíamos, se enroscó sobre un cojín sucio, el mismo sobre el que el vigilante se sentaba todo el día a ver pasar el mundo. La gata bostezó, Perico dijo algo que no llegué a escuchar, la luna blanquísima me parecía más cercana que otras noches. Me extravié otra vez en la rumia de las cosas que me rodeaban, las palabras de Perico, tan burdas, tan concretas, tan fáciles de rebatir, y tan lejanas. Me dolía identificar en ellas el trasfondo de lo que él consideraba la prueba innegable de su propia individualidad, de su voluntad ante el mundo. Mis pensamientos se interrumpieron cuando, desde la otra esquina, se escuchó al auto de Pacheco acercándose, la camioneta blanca de vidrios polarizados que se había vuelto habitual en la cuadra en los últimos años, la que más tiempo pasaba en el barrio y más dinero pagaba a los vigilantes. Pasó a nuestro lado, nos saludó desde el asiento mientras se alejaba lentamente y abandonó el pasaje.

—¿Ya ves? Mi causa Pacheco no cree en nadie. Agarró esa chamba en la Muni y ahora míralo. Ni que fuera huevón.

Lo miré pasar. Pacheco y su camioneta eran el otro extremo del barrio, la cara que justificaba el discurso de Perico. El hombre que había podido salir adelante con su trabajo, que se daba pequeños lujos, el primero en comprar un televisor de plasma en nuestra cuadra; el que dejó de ser quien en su infancia corría con nosotros con zapatillas y ropa de imitación, cuya familia dormía en un solo cuarto, como muchos en el barrio; el que ahora había levantado sobre el mismo terreno de su casa un edificio con vidrios polarizados, como los de su camioneta, con ribetes dorados y una fachada de azulejos.

—El hombre es bravo. En dos años, trabajando con el alcalde, míralo cómo se ha puesto. Paradazo —no pudo evitar agregar el detalle que confirmara y justificara su admiración por Pacheco—. ¿Sabes que lo están extorsionando?

Pacheco trabajaba en la Gerencia de Comunicaciones y Relaciones Públicas de la Municipalidad de nuestro distrito. Había empezado con un cargo irrelevante, recomendado por un tío que había trabajado como conserje en una de las empresas del alcalde. Ascendió en dos años, rápidamente, ahora se hacía cargo de la gerencia. Yo no podía probarlo, pero estaba seguro de que Pacheco tenía mucho trabajo por la cantidad de juicios que el alcalde tenía en el distrito de su residencia, lejos de nuestro barrio, por malversación de fondos, usurpación de funciones y lavado de activos. Muchas notas que cubrir, mucha información que esconder de la opinión pública. Como aquella noticia sobre una mafia de funcionarios, abogados y contadores de la municipalidad que llevaba un registro de las propiedades en litigio con vacíos legales y errores procesales, casas y antiguos solares que podían ser ocupados sin notificación de un momento a otro por testaferros que luego vendían las propiedades a constructoras con las que estos funcionarios tenían contacto: recuerdo haber visto en varias ocasiones a Pacheco bebiendo, en la otra esquina del pasaje, junto a su camioneta blanca, con sujetos a los que luego llamaba sus colegas, su gente chamba. La camioneta se marchó, las palabras de Perico sonaban sin decir nada. La imagen de Pacheco alejándose me había sustraído. Solo volví a la superficie de lo que ocurría cuando escuché el saludo de Don Marcial, un vecino miembro de la junta de seguridad, encargado de entregar a los vigilantes semanalmente el dinero que mi madre cobraba casa por casa y del mantenimiento de la reja. Me preparé porque sabía cuáles serían sus preguntas.

—Vi que ya volvió tu viejito a casa.

Me quedé mirándolo como un tonto, su amabilidad me desarmaba. Él continuó hablando y fui consciente de mi torpeza, dijo que esperaba que mi viejo se recuperara pronto, que él también había tenido un familiar con el mismo problema en las piernas al que se le complicó la recuperación. No respondí, sabiendo que todo era un preámbulo para hacer la pregunta fatídica. Por supuesto, hizo la pregunta con toda amabilidad:

—¿Cómo está tu mamá?

Mi reacción fue bajar la mirada, dirigirla hacia la gata enroscada en el cojín de la cabina.

—Mi mamá no está en casa. Ha viajado. Está en casa de mi abuela.

Don Marcial debió notar mi inquietud inmediatamente. Llevaba ya varios años manejando la seguridad y las rejas del pasaje, era difícil que mi madre se distanciara del barrio sin antes dar aviso. Además, en mi confusión, lancé dos sinsentidos que él podría haber descubierto fácilmente: mi abuela vivía en el mismo distrito, pero al otro extremo, cerca del Centro de la ciudad. No había necesidad de ningún viaje.

—¿Y cuándo regresa? —pienso que hizo la repregunta inmediatamente solo para dejar atrás mi engaño, para pasarlo por alto. Entonces se me nubló el pensamiento. ¿Cuándo volvería mi madre? ¿Dónde estaba?

Undécimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Undécimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

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