Décimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Décimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

Perico pensaba que su vida era consecuencia de sus decisiones, de su mala cabeza, como él solía decir. Pero yo veía en él el brillo opaco de un destino marcado desde nuestra infancia, esa época vital en que fuimos libres y felices (aunque en el hilo de mi pensamiento nunca me sentí en mi propio centro), en que el entorno envolvía nuestra percepción, el caldo primigenio de los sentidos. En esa época, lo que podría hoy llamar mi propia voz no había despertado aún: poco faltaría para que surgiera la gran tormenta en mi interior, la que barrió las fronteras y contenciones de un mundo que ahora me resultaba ajeno, como una vida que no tenía nada que ver conmigo, una jungla de la que había escapado y cuyo llamado me arrastraba. Perico era un salvaje del barrio, como la gata que ahora se acerca a oler las gotas de cerveza derramada. Yo había pretendido huir de nuestra biósfera: había intentado mirar desde fuera de la jaula, sopesar y dar sentido a todo, como en una narración de la que después fui presa frente a la mirada cómplice de Mika, que entonces ya no estaba conmigo.

—Es que tú piensas mucho, todo lo analizas, a todos le das vueltas. Piensas en las posibilidades y eso te detiene siempre —las últimas palabras de esa frase casi sonaron dentro del vaso que ahora se llevaba a la boca.

No dejo de observar sus gestos, el frenético movimiento de las incipientes arrugas en su rostro al hablar, la autoridad de su adultez manifiesta, una etapa de su vida en la que se traducen los mitos que atravesaron nuestra infancia: el amigo resuelto y temerario, víctima de sus urgencias y carencias, triunfante gracias a la asimilación interior del mundo que nos contenía. Su relato es simple: me adapté, tú no. No puedo dejar de tomar en serio sus palabras porque llevan velado el secreto de la supervivencia, quizás no en la superficie, sino en el aliento: cuando Perico dice que «chamba es chamba», está hablando de su inestabilidad laboral; cuando dice «hay que guerrear», se refiere a las condiciones adversas que tiene que aceptar en sus precarios trabajos, y a su vergüenza de no poder ser lo que habría querido, o a ni siquiera imaginar ser algo mejor de lo que es; cuando dice «pensando, pues, varón», lo que quiere decir es que no hay que pensar, que hay que cerrar la mente a las categorías que le expongo, a las tribulaciones y emociones que solo estorban, que nos hacen débiles. Cada frase es un código que traduzco como un tonto, como un extranjero sin vínculos, en busca de la fuente de su energía, como si su sabiduría natural consistiera en una sola cosa: disfrutar de la vida evadiendo los problemas, resolviendo intuitivamente las necesidades, aprendiendo vagamente las lecciones que le dejaron sus épocas de barrabrava y tirapiedra en nuestro distrito, sorteando buenamente la atractiva vida delincuencial que le ofrecían el Cacho y sus colegas; Cacho había sido junto a su hermano, Lalo, su compañero en las primeras incursiones barrísticas en las que participó, broncas y agresiones a miembros de barras rivales. Perico y Cacho estuvieron cerca de aquel chibolo asesinado de un balazo por un tombo después de un Clásico y fue él, Perico, quien vio el manar veloz de la oscura mancha que empezó a cubrir el suelo sobre el que yacía el cuerpo del chiquillo.

Me conmovía, esta vez de una forma inesperada, descubrir que tras su pirotécnica verbal se traslucían dos presencias. Su hijo, que fue lo único que lo arrancó del destino delincuencial al que iba destinado y que, sin embargo, lo colocó en la situación de precariedad laboral y habitacional propia de los subempleados de Lima; sin casa propia ni trabajo fijo, Perico, su esposa y su hijo vivían en una habitación alquilada de seis por seis metros, en la que tenían sus camas, su cocina, una mesa y un pequeño baño improvisado. La otra presencia era su madre, quien a pesar de ya no compartir vivienda con él, aún significaba una preocupación, por su alcoholismo y sus vínculos no bien disueltos con el meretricio y sus amigos proxenetas que siempre recurrían a ella para contactar chicas nuevas en el barrio y el mercado. Cansada ya de sus años de trabajadora sexual, se ocupaba de cuidar al niño por las tardes, de manera que las discusiones con la nuera eran frecuentes, inevitables y hasta violentas, llenas de insultos, golpes y objetos lanzados.

—Va a ser un tiempo nomás, no vamos a estar acá toda la vida. Me he dado máximo un año de plazo, mientras encuentro otra chamba y otro depa. Un paso atrás para tomar impulso, pues, causa.

Eso dijo hace tres años, cuando perdió el trabajo en la embotelladora de Santa Anita, luego de agarrarse a golpes con un supervisor de la planta, por lo que tuvo que empezar a alquilar celulares frente al Hospital del Niño. Él pensaba que no, pero la verdad se adaptó demasiado bien al cambio, le agarró gusto a la rutina y sobre todo se sintió dueño de su tiempo. Es decir, cayó en la trampa que prepara el mundo para todos nosotros. Estar en la calle, sobre la vereda, confundido con la fauna humana, era mil veces mejor que soportar al supervisor de la planta y los agotadores horarios. No ganaba mucho dinero, nunca un monto fijo. Pero al momento de describir su situación, no tenía ninguna queja, era un soldado y sustrato de la maquinaria que lo había puesto ahí, el primero en defenderlo.

—Yo de política no entiendo, causa, ni me interesa. Yo sé que hay que chambear y ya. Cada uno que vea por sí solo. Lo que pasa es que la gente que comete errores, que la caga, no quiere aceptarlo, y les echa la culpa a otros. ¡Yo no le echo la culpa a nadie de mis problemas!

No culpar a los demás por los propios problemas era una frase que me fascinaba. Si yo le decía que el mundo estaba hecho así, para que él y otros del barrio cometieran los mismos errores, él no me entendería, preferiría decirme que todo eran decisiones erradas, que si uno quiere, puede, que la gente es misia porque le da la gana, que él se rompía el lomo chambeando todas las tardes frente al Hospital del Niño, alquilando celulares, vendiendo dulces, y que si no estaba en otra situación económica, era porque él no quería, porque no se esforzaba lo suficiente, porque había que ser mejor emprendedor y hacer más contactos, eso que los empresarios hacen, causa. Sí, causa, tú puedes, el mundo es tuyo y te lo vas a comer. Mira a nuestro alrededor, nos lo estamos comiendo.

La noche me endurecía las venas, el diafragma me encerraba, el licor era lava dentro de mí, pero no podía rechazarlo porque no quería huir del mundo al que había vuelto derrotado, aunque mi trance interior activaba un confuso instinto de huida.

Décimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Décimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

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