Decimoséptimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Decimoséptimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

La fábrica de tejidos San Hilarión había empezado a ser derrumbada años atrás. Aunque sus trabajadores intentaron reflotar la empresa tras la quiebra, el terreno fue subastado a finales de los noventa. Los años pasaron mientras su fachada blanca, sus ventanales con vidrios pintados de blanco y sus enrejados, que empezaban a ceder a la oxidación, seguían cubriendo toda una cuadra de la avenida, la que colindaba con el hospital infantil, con los antiguos e inmensos colegios privados de la zona, el convento y la iglesia. Era ahora una cuadra fantasma, pintada toda de blanco leche, sus jardines mustios habían empezado a decaer poco antes de la demolición y terminaron convirtiéndose en terrales vacíos donde jugaban gatos callejeros y se reunían más fumones. Ahora, sobre aquel terreno se construiría un centro comercial, uno distinto para nuestro distrito, algo que no habíamos visto nunca, marcas internacionales, restaurantes, tiendas de gafas importadas, juegos para niños y discotecas, un centro comercial con escaleras mecánicas, como los que uno encuentra en cualquier capital del mundo. Además, habría una academia privada de computación y marketing, una academia que originalmente había sido fundada en Miraflores y San Isidro en los años 80, y ahora por fin en nuestro barrio.

Poco antes de su demolición, toda la extensión de la fachada fue cercada con láminas de latón. Yo venía del Centro nuevamente, había intentado ver a mi abuela, quien se había enterado del viaje de mi madre. No pude soportar sus palabras insultantes hacia mi padre. Aunque era cierto que la culpa era del viejo, me jodía que ella se mostrara como un ángel protector de sus hijos, sus alardes se mezclaban con sus desvaríos de madre entregada. Me ardía escucharla hablar sobre el pasado de mi madre, su mirada transversal de los hechos infectaba todo con su desidia, la partida de mi abuelo, la estadía de mi madre en ese internado de monjas, el viaje a Lima, todo contenía una distorsión insana que me distanciaba. Lleno de rencor, atravesé el mural de aluminio. El tímido sol y su reflejo sobre la superficie áspera y acanalada del cerco me llenaron de inquietud, como si el camino de regreso a mi casa se hubiera alterado y hubiera entrado en una arteria desconocida de la ciudad. Quizás como reacción vinieron a mi mente, al llegar a la esquina, escenas en la que Perico, Pacheco y yo subíamos a los jardines de la fábrica a recoger las pelotas que caían en su interior cuando jugábamos fútbol en la pista. Recordé, ya un poco más conscientemente, las recientes peleas entre pandillas de la tercera y primera cuadras de esa calle, los disparos, las personas que pasaban por ahí y recibieron balas perdidas.

Llegué al pasaje y me enteré de que había muerto la señora Loayza. La habían asesinado cuando entraron a robar en su casa.

La señora vivía sola desde hacía varios años. Sus hijos, ya adultos solventes, confiaban en que se podía cuidar sola, pues en muchos asuntos tenía más lucidez que ellos. Tres veces por semana, una joven iba a ayudarle con la limpieza. No vivía exactamente en nuestra calle, sino a unas cuantas casas, doblando la esquina. El vigilante de nuestra calle alegaba que no era su responsabilidad vigilar más allá de la reja.

El día en que la degollaron para robar su casa, sus hijos habían ido a visitarla y se marcharon un poco tarde, casi de noche, después de celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Vinieron en autos nuevos, conversaban con los antiguos amigos que aún les quedaban en el barrio, hablaban en voz alta sobre la vereda, hicieron que los mototaxistas que ya empezaban a estacionarse en el pasaje dejaran espacio para sus autos; en algún momento, al hablar con los vecinos, alardearon de lo bien que les iba en la empresa contable, que a su madre no le faltaba nada. Mi viejita, su palacio, pues; no paga nada la vieja, hasta tiene su seguro privado.

Sucedió unas horas después de que los hijos se marcharan.

Era un fin de semana, noche de fiestas a todo volumen en el barrio, el momento en que nadie se da cuenta de nada porque todos están adormecidos por la música, las risas y el alcohol. Quienes entraron a robar no esperaban encontrar a la señora despierta, no esperaban que la anciana empezara a gritar, creyeron que con el susto se mostraría dócil.

El primer golpe en la quijada la dejó inconsciente, pero no fue el que la mató. Las patadas en la cabeza y otros golpes con objetos contundentes, golpes aparentemente sin sentido, destrozaron su cráneo. El señor Marcial les dijo a todos que el cuerpo tenía la mandíbula desencajada, que el frágil cuerpo parecía un manojo de telas ensangrentadas. Los choros se tomaron un buen tiempo buscando el dinero que alguno de los hijos mencionó en alguna visita anterior al barrio; nadie vendría por ellos, el ruido festivo del barrio era su cómplice, los protegía con descaro. Demoraron casi dos días en encontrar el cuerpo de la anciana, su cráneo destrozado sobre una laguna viscosa y ennegrecida, objetos desperdigados y lanzados en desorden, cajones abiertos, ropa, revistas y álbumes de fotos tirados por el suelo.

Vino a mi mente la imagen de la señora Loayza conversando con mi madre en el mercado hacía más de 30 años, no recuerdo bien si fue apenas llegamos al pasaje o cuando ya éramos parte del vecindario. Quizás ella se quejaba con mi madre por los pelotazos en su puerta o le decía que yo hablaba groserías con mis amigos. Tal vez hablaba de sus hijos que por ese entonces eran adolescentes descarriados.

—La culpa es suya, causa, por meterse con una puta.

Nada resonaba en la calle más que las palabras de Perico, palabras a media voz que inundaban todo. Vimos pasar al Gato Flaco, que nos saludaba desde la otra vereda, alejándose del pasaje. Veníamos hablando de él desde que lo vimos aparecer, desde que su figura alta y la cadencia de sus pasos se manifestaron sobre la calle. Un cuerpo que avanzaba sin consciencia de ser observado. Nuestras voces —la mía también, mi voz cómplice— no lo alcanzaban, pero lo definían, lo situaban en el barrio.

—A mí me pasó algo parecido. No, no me hicieron cachudo, causa, ni cagando. Al contrario, se me prendió una jerma casada, una loca de mierda. La jerma de ese huevas, el Moncho. Sí, esa huevona. Tremendo rabo. El huevón la cachaba mal, pe. A esas huevonas si no las clavas bien, te cagan, causa. Era loca la cojuda.

Decimoséptimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
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