Quinto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Quinto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

La pelea después del partido no fue un crimen, pero no pude dejar de relacionar ambos hechos. Durante los años en que empecé mis primeros trabajos, lo vi crecer al Cacho, tomar el lugar del viejo Roni en el barrio, mandando a su gente a colgar zapatillas en los alambrados de luz, a marcar autos y casas con señales que indicaran su valor, sus horarios, las personas que vivían en ellas, o si el auto era alquilado por un taxista o propio. Lo vi hacerse fuerte, lo vi pegándole a su padre una vez en la calle, coqueado y borracho, mientras su madre lloraba pidiendo ayuda a gritos ante la indiferencia y el miedo de todo el barrio, que solo atinaba a mirar de lejos. A los 20 años tuvo su primer encierro, dos años en Luri. Salió más fuerte y seguro de sí mismo. Le perdió miedo a todo, a los golpes, a las consecuencias de sus acciones. En cana lo habían tratado bien, había conseguido contactos gracias a un taita del barrio que había trabajado con los Charlies, la histórica banda criminal de nuestro distrito, al que le pagaba con lo que ganaba afuera. Mi regreso al barrio había coincidido con su tercera salida, después de pasar seis años adentro. Se había perdido poco, en realidad. Desde la cárcel dirigía a sus chacales y ya después del 2000 había empezado a extorsionar a mototaxistas del distrito, a ponerles el sticker obligatorio para circular por nuestras calles. Se alió con los recién llegados, colombianos y norteños, para extorsionar y secuestrar a pequeños empresarios de la zona. Obtenía su información financiera comprando bases de datos a empleados de bancos e instituciones del Estado, archivos Excel de empresas prestamistas informales que, obviamente, lavaban dólares del narco. La esquina de nuestra calle dejó de ser el territorio del viejo Roni y se convirtió en su territorio, el barrio del Cacho, punto de reunión de bravos de otras latitudes.

En esa esquina nos dejaría el taxi en que mi padre y yo volvíamos del hospital.


II


Veo nuestro viaje, estamos huyendo. Lima es fría y sombría, como un despertar no deseado. Desde ese instante nació en mi corazón un invierno eterno. Mi nombre, el futuro concedido, era el hilo de la vida que entregaste a quienes amabas y con el que buscabas renombrarlo todo.


Cuando decidió irse llevándome en sus brazos, asió los instantes congelados en un río de palabras en que el mundo era una secuencia de imágenes, frías y cálidas, que me atravesaban como si yo estuviera hecho de viento, como si pudiera palpar su transparencia, como si cerrara los ojos y pusiera las manos sobre el rostro de un ser querido; era una fuerza tal que mi respiración se alteraba según las ondulaciones de la narración, los recuerdos que su voz evocaba respiraban, se hacían carne, llegaban a mí en secuencias de palabras hipnóticas. Supongo que al sumergirme en sus relatos, mi madre no buscaba más que devolver al mundo la carga de energía que le había dado forma a sí misma, liberar la tensión del acontecimiento que le había generado una emoción determinada, remarcaba el recuerdo propio y agregaba una pluma más al ave muerta que su padre un día llevó a la cocina de su casa, un ave rapaz y amenazante, que en palabras de mi vieja era un gavilán; agregaba en cada ocasión un detalle más, elevaba la reverberación de lo vivido, su intensidad. Y yo veía el gavilán, veía a mi madre siendo niña y a mi desconocido abuelo colocando al ave muerta sobre una mesa incierta e indeterminada, creada en mi mente gracias al resto de mesas que habitaban mi limitada experiencia, en una cocina universal que vive en la configuración simbólica de cada individuo que ha compartido entorno con otros seres, con otras voces y respiraciones, un hálito compartido que se va convirtiendo en parte de un tejido, de una fibra hecha de tiempo y espacio.

Así construía ella el mundo cuando le preguntaba si tenía yo algún rasgo de mi abuelo, alguna facción, un gesto. Aquellas palabras eran el sedimento que se instalaba en una profundidad de mi mar interior, la cual ya nunca podría alcanzar. El ritual de sus recuerdos llenaba de sentido la cocina en la que distraídamente ella había evadido mi pregunta inicial.

—Te preguntaba si mi abuelo se parecía a mí —estallaba yo—. Y me sales contando otra vez la historia del gavilán. ¡Me la has contado mil veces!


El lujoso auto en llamas, como un irreal instante, una postal de otro mundo, daba paso al rostro conocido del sujeto de expresión indiferente, reacia, el supuesto perpetrador oculto tras el atentado. Las imágenes se repetían una y otra vez junto con la voz del narrador que incriminaba al sujeto. La tétrica música de fondo que habían elegido para el reportaje me generaba una extraña sensación de aprensión, de distancia. Como si el rostro de aquel sujeto no me resultara conocido en absoluto, como si su rostro ya no fuera humano, sino el de una sombra intocable.

Después, empezaron a desfilar las fotos de la víctima acribillada en el auto, un hombre sonriente, vestido como cantante de moda, con ropa deportiva cara, gorra de equipo de béisbol estadounidense y lentes oscuros. Su sonrisa abierta y descarada al abrazar a distintos personajes mediáticos, cómicos, bailarinas, cantantes internacionales, estrellas de televisión, siempre frente a un auto caro, en discotecas atiborradas, con un gesto de la mano, mostrando los dedos pulgar y meñique a la cámara, era la misma en cada imagen, como su sello personal, como si dijera ‘nunca me va a pasar nada, nadie se va a meter conmigo, el mundo es mío’.

Pero ahora, mientras el reportaje avanzaba y los periodistas mencionaban al Cacho como supuesto incitador del crimen, en mi mente y en el entorno algo se volvió inasible, impronunciable; quizás todo el camino que había recorrido aquel conocido de la infancia, el que hoy era acusado de mandar a asesinar al líder de una banda rival para controlar el tráfico de cocaína en el puerto.


El taxi se detuvo frente a la reja que cerraba nuestra calle. Le dije al taxista que llamaría al guardia para que nos abriera la reja y pudiera dejarnos en la puerta de la casa, pero mi viejo insistió en bajar y caminar.

—Es solo media cuadra —dijo mientras abría la puerta del taxi.

A pesar de su convalecencia, sin esperar mi ayuda, él hizo el esfuerzo de bajar las piernas, una por una, de apoyar las manos en el respaldo del asiento delantero e impulsarse para bajar del taxi y ponerse de pie. Salí inmediatamente del taxi por la otra puerta para ayudarle a sostenerse, pero él ya estaba de pie, apoyándose en el bastón de aluminio. Pagué al taxista. Di unos pasos para cerrar la puerta del auto y avanzamos hacia la reja.

Quinto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Quinto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).


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