Vigésimo segundo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán

Julio Durán ha publicado la novela ‘Incendiar la ciudad’ (2002) y los libros de cuentos ‘La forma del mal’ (2010) y ‘¿Y quién eres tú para juzgarme?’ (2017).
Vigésimo segundo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

El ruido infernal de la maquinaria de demolición había cesado. Qué poco tiempo tomó destruir lo que yo había deseado traer abajo en algún momento, qué indiferencia me producía ahora. Mi padre ya no se quejaría del polvo que invadía la casa, ya no habría una capa terrosa sobre la pista del pasaje y las ventanas volverían a estar limpias.

En medio de todo ese silencio falso, sonó el timbre de la casa. Bajé a abrir la puerta con cierta prisa. Me descubrí entusiasmado.

Iba a comenzar la primera clase de guitarra que le daría al hijo del Cacho.


Al día siguiente de la primera clase con Dani —ese era su nombre—, hubo otro crimen, aunque me enteré recién a los dos días, cuando iba al mercado a comprar comida para mi padre y para mí, pues yo no había tocado la cocina salvo para hervir agua. Mi hermana, que almorzaba en su trabajo, no cocinaba para nosotros. Mamá no me ha educado para ser sirvienta, solía decir.

La casa en la que se cometió el crimen, ubicada en la misma manzana, pero en la avenida perpendicular a nuestra calle, tenía el mismo diseño que las casas del pasaje; aunque los dueños habían construido sobre su base original dos pisos más y una azotea en la que vivían dos perros pastores alemanes y dos gatos que recogieron de la calle. Los dueños, una pareja de ancianos extrabajadores del Ministerio Público, fueron los responsables de que el barrio se llenara de gatos peregrinos por ser los primeros en dejar recipientes con comida y agua en las esquinas. La anciana era ciega, le gustaba acariciarlos y darles de comer de su mano, hablarles con voz de niña. El hombre miraba a su esposa, la expresión infantil de su rostro, y permanecía en silencio.

Durante días, quizás semanas, la mirada permanente de los depredadores había venido reconociendo la zona, atravesando la vida cotidiana como un hálito, una presencia secreta. Se habían hecho pasar por trabajadores de una empresa telefónica.

Los ancianos guardaban en la casa el dinero proveniente de la venta de un pequeño terreno en Puente Piedra. Al parecer, alguien en el banco, un contacto de los choros, les había alertado del retiro que los ancianos harían. El asalto no pudo llevarse a cabo cuando salieron del banco porque los ancianos fueron acompañados de dos sobrinos, uno de ellos policía. El terreno había sido del anciano, pero el dinero de la cuenta estaba a nombre de la mujer. Habían vivido durante casi 50 años en nuestro barrio. Faltaban pocos días para que su hija mayor los llevara a su nueva casa en Ate.

Tras el periodo de reglaje y tanteos, llegó la tarde en que cuatro choros se hicieron pasar por trabajadores de Servicios Cobra, subcontratista de Telefónica, empresa a cargo de las instalaciones de cable e Internet. Llegaron en una camioneta a la que incluso le pusieron un logo, tocaron la puerta y pidieron permiso al anciano para revisar unos cables que pasaban por su techo, supuestamente una conexión que causaba molestias a otros vecinos de la cuadra. Le dijeron que la única forma de acceder a la conexión era a través del techo de su casa.

Confiando en los cascos y los uniformes, la camioneta, el logotipo, todo el material en que los choros habían invertido para su golpe —incluso falsificaron tarjetas de identificación y chalecos con franjas reflectantes—, el anciano los dejó entrar.

Los sujetos entraron hasta el tercer piso e inspeccionaron rápidamente las habitaciones. Se dieron cuenta de que sería fácil. Solo tenían que actuar velozmente y evitar que los perros bajaran de la azotea. Con el preciso olfato de los depredadores, dedujeron que el dinero estaría en la habitación de los ancianos.

Todo sería sencillo, dos ancianos asustados no tendrían oportunidad ante una cuadrilla de choros de peso, exconvictos sin escrúpulos. No contaron con que la anciana ciega sospecharía algo cuando se encontraba sentada en el baño, en un instante de vulnerabilidad. Una vibración en las voces de los hombres bastó para que ella empezara a preguntar, desde el baño, quiénes habían entrado en la casa, qué estaba pasando.

De repente, escuchó ruidos. Uno de los choros se había puesto nervioso, no esperaba que una voz alerta saliera del baño, y reaccionó agresivamente cuando el anciano le pidió que por favor se apuraran en hacer su trabajo. Los ladridos desde la azotea aumentaron la adrenalina de los sujetos. No esperaban tener a una vieja ciega nerviosa gritando desde el baño, la situación era incómoda, algo se les fue de las manos. Tampoco tuvieron en cuenta que el anciano les pediría que se retiraran ni que se defendería cuando le dieran el primer golpe. Desde el baño, la mujer solo podía escuchar a su esposo gritando desesperado, aunque al poco rato solo se le escucharía jadear. Luego golpes sordos, un grito ahogado. La anciana escuchó que alguien encendía el televisor y subía el volumen. Empezó a llamar a su esposo por su nombre, presa del miedo, solo percibía sonidos secos que delataban violencia. En la azotea, los perros ladraban, pero la indiferencia del barrio sumergía todo en su rutina mezquina. Todo duró unos cinco minutos.

Durante los momentos en que golpeaban a su esposo, la anciana ciega estuvo encerrada en la soledad del baño, escuchando aquellos gritos que al inicio no pudo explicarse, soledad y oscuridad que se hicieron más intensas cuando los perros de la azotea empezaron a ladrar al percibir lo que sucedía. Cuando el ruido cesó y la casa volvió a quedarse casi en silencio, salvo por el ladrar de los perros, ella permaneció en el baño largo rato asustada y solo se animó a llamar tímidamente a su esposo después de unos minutos. El silencio que recibió como respuesta la llenó de terror.

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