Vigésimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán

Julio Durán ha publicado la novela ‘Incendiar la ciudad’ (2002) y los libros de cuentos ‘La forma del mal’ (2010) y ‘¿Y quién eres tú para juzgarme?’ (2017).
Vigésimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

IV

Siempre huyendo, secuestrados por aquel instante inmóvil en que todo estalló, cuyo poder nos arrastraba siempre haciéndonos creer que podríamos encontrar en él respuestas que explicaran la ausencia, el abandono, la indolencia, tu expresión extraviada en las fotos de tu infancia, que me pareció siempre distante y misteriosa. En ese ritual de volver siempre, nos llenamos de esta carga dolorosa y mágica, esta forma indómita de verdad y belleza que se convierte en estas palabras, reverso de nuestro silencio y lo que nunca pudimos nombrar.


Tú no sabes qué fue lo que hiciste, es la primera vez que serás castigada.

Dices que tú eras la única que no lloraba. No lloraba, mis compañeras sí. Te veo entrando al aula. Las severas monjas españolas de mirada oscura flotan sobre el suelo como apariciones, son presencias recurrentes de tus sueños. Soñé con monjas, creo que me voy a enfermar, solías decir. En tu narración desconoces la razón del castigo. Solo avanzas sobre el pasillo, ingresas en cada aula mientras tus compañeras lloran, tú no. Todas llevan un paño atado en la frente, con una inscripción humillante. Tus compañeras lloran, tú observas su vergüenza. Las alumnas de tu clase las observan desde sus pupitres, ustedes se despliegan frente a la pizarra, de cara a las demás. Tus compañeras lloran, tú no. En la frente llevan escrita esa frase que las humilla y a ti te asombra.

Salen del aula, avanzan por el pasillo. Ellas lloran, tú no. Ellas se sienten humilladas, tú no, tú sientes asombro. Soy una india, dice el pañuelo que llevan en la frente. Intento imaginar a tus amigas, esas señoras que a veces te visitan o que tú vas a visitar, como niñas que lloran por llevar en la frente un pañuelo con una frase humillante como castigo por una travesura. Soy una india. Ellas lloraban, yo no.


En su habitación, la luz del televisor se proyectaba sobre el rostro dormido de mi padre, el sonido del noticiero era un ruido transparente que lo arrullaba. Lo miré en silencio desde la puerta, el padre feroz e indolente de mi infancia terminó convirtiéndose en ese anciano apesadumbrado, incapaz de sostenerse por sí mismo. Su cabello encanecido seguía siendo el mismo de mi niñez, nunca le vi un cabello negro. Una vez, creo que un profesor le dijo a mi madre que, debido a su edad, yo nunca podría identificarme con él, que mi rechazo era instintivo. Pero nunca nadie dijo nada acerca del rechazo que él sentía hacia mí. Resultaba curioso llegar a entenderlo todo entonces, después de tantos años. Me pregunté si con los hijos de aquella familia oculta tenía la misma relación.

Noté que la ventana sobre la cabecera de la cama había quedado ligeramente abierta. Me acerqué a cerrarla y, mientras lo hacía, presté atención al noticiero. Cuando mencionaron a nuestro barrio, me vino a la mente todo lo que había sucedido desde mi llegada y la huida de mi madre.

Sé que no tenía nada que ver, al menos en términos racionales, pero en aquel momento tuve la certeza absurda de que las mafias de construcción civil habían ejecutado a dos trabajadores —miembros de una mafia rival— para esconder el paradero de mi madre. Era una idea ridícula, insostenible, pero recuerdo que me poseyó totalmente, como una idea reflejo, como un vestigio de pensamiento mágico con el que recubría lo inexplicable.

Salí de la habitación después de escuchar que esas muertes habían logrado destapar una relación insospechada. Los dos fallecidos eran miembros del gobierno regional del puerto, uno había postulado al Congreso en la lista del actual alcalde del Callao. «Esa persona era parte del personal de la municipalidad, le repito, pero yo no tenía ninguna relación personal con él». El tono vehemente y la gravedad de su voz, su fotografía en la pantalla, la voz impostada del locutor que pretendía imprimir suspenso y dramatismo al reportaje, la música lúgubre de fondo, todo debía cumplir con el cometido de infundir intranquilidad en los espectadores, de sumergirse en el nervio primitivo que aloja nuestro miedo. Mostraron videos de sus actividades como candidato, donde aparecía rodeado de jóvenes que, al parecer, formaban parte de bandas del puerto que se disputaban puestos de trabajo en el gobierno regional. Los contratos de obras civiles en los que había participado no eran pocos y, por lo visto, no eran suficientes. Su expansión natural lo había traído a nuestro distrito.

El otro fallecido era un joven que reclutaba personal en los barrios a los que llegaban las mafias. Vivía en nuestro distrito. Según testimonios de ingenieros y empresas constructoras, era quien se acercaba a exigir contrataciones. Había estado preso unos cuantos meses y acababa de salir nuevamente.

¿Qué tiene que ver esto con la fuga de mi madre?, me recriminé. Bajé a tomar un vaso de agua y tras varios minutos de reflexión enfermiza llegué a la conclusión de que todo se trataba de una paranoia ridícula, como cuando a veces sentía que alguien me seguía por la calle o cuando pensaba que no había echado llave a la puerta o llevaba la mano a mi bolsillo para ver si mi billetera y celular seguían en su sitio. Todos miedos infundados que gobernaban mi día a día.


Pienso que la única forma de que todo esto tenga sentido es entrelazando palabras, dejando que ellas solas me guíen, así como tú cuando te rindes ante el sentido oculto de tus propias historias, tus propias imágenes, y de esa manera te das forma, liberando la energía que tus recuerdos encierran, la fuerza generada por tu memoria estancada en un día de hielo. Pero yo no puedo, todo se escapa. Tú te dejas sorprender por tus propias palabras, como si te fueras creando a ti misma al narrarte, como si encontraras nuevos significados. De ahí las variaciones en tus relatos, la amplificación del tiempo, la mayor resonancia que les imprimías a los hechos con la textura de tu voz a ratos sombría, siempre cargada de aquella frecuencia que a veces agudizabas y otras veces atenuabas. Tu repetición se convertía en ritual de descubrimiento, fascinación de narrar y recrear lo perdido, iteraciones que nos daban forma.

Tus recuerdos junto al río, la estela de pequeños peces que dejaba la crecida al retirarse, sus colores tornasolados maravillándote. En ese mirar habitaba el secreto de todo, la reverberación de lo vivido e inasible, gota de sangre de la vida. El mundo que ingresó por tus ojos aquella mañana no existe más. La cantidad de luz irradiada sobre los objetos que dieron forma a tu entorno, otros niños jugando, la vegetación de la ribera, las piedrecillas que herían tus pies descalzos, ya no viaja más por nuestro espectro visible. Esa fracción de río y viento que se sujetó a tu conciencia vive ahora en un espacio desconocido en mí, mi memoria heredada, tu felicidad rota en el albor de la vida.

—Yo tuve una infancia feliz —te escuché decir una vez—. Por eso siento que pude resistir lo que vino después.

Vigésimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

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