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Decimoquinto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán
Julio Durán ha publicado la novela ‘Incendiar la ciudad’ (2002) y los libros de cuentos ‘La forma del mal’ (2010) y ‘¿Y quién eres tú para juzgarme?’ (2017).
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Tenía que ir a dejar las prendas y pertenencias que mi madre había pedido en su nota, objetos que saqué de su habitación el día anterior, mientras mi viejo, aletargado y más huraño que nunca, se evadía del mundo viendo televisión en el primer piso después de almorzar. Crucé la avenida para tomar un bus, pocos autos cruzaban la calle aún y, mientras los vendedores de periódicos ordenaban los diarios del día, algunas carretillas de golosinas, emoliente, pan con queso y quinua empezaban a colocar las cajas de cartón sobre las que mostrarían su mercadería. El aire helado me hería las fosas, una combi se detuvo frente mí y el cobrador descendió de ella y se acercó a mí vociferando los destinos de su ruta: Comas, La Pascana, Retablo. Tras dos segundos, frente a mi indiferencia, el cobrador se convenció de que yo no subiría a su combi. Me senté en la banca del paradero, en una de las bermas de la avenida, e intenté respirar lentamente. Intentaba calmar la ansiedad de mi pensamiento, alejar los momentos de ardor interior, ese repentino baño de sudor que me sobrecogía sin motivo, como una pequeña brisa de muerte. El aire ingresaba en mi organismo lentamente, expandiendo mi tórax y vientre con dificultad.
De pronto, desde el otro lado de la berma, a mis espaldas, llegó hasta mí el rugido de una motocicleta. Percibí las luces intermitentes de una circulina azul que inundaban el espacio. No volteé a mirar, supe que se trataba de una moto de la policía municipal, el serenazgo del distrito contiguo, que se detenía en esa esquina, sin apagar sus luces. No hice caso, continué intentando respirar lentamente, entornando levemente los ojos. Los cambios en el barrio y las voces y rituales intactos, el cinismo de mi padre tras ser descubierto, la huida de mi madre, mi regreso a casa con el fracaso a cuestas, Mika y mi propia infidelidad, la ansiedad que atenazaba mi pecho. Todo se apagó por un instante mientras respiraba y recuperaba mi equilibrio, mi estabilidad en el mundo.
Entonces escuché la voz. Abrí lentamente los ojos, sorprendido, pero sin voltear a mirar. Supe que la voz venía de la motocicleta. Reconocí la voz del Drilo. Hablaba por una radio, informando sobre su situación al encargado del patrullaje en el distrito.
Debía dejar la ropa en la tienda de instrumentos musicales de mi tía Manuela, su kiosco se ubicaba en una esquina de la calle Washington, al lado de la plaza Bolognesi. Desde ahí, ella vio que me acercaba y en su mirada reconocí su complicidad con mi madre. Durante los primeros días, llamamos a su casa para saber si mi madre estaba con ella, pero nunca respondieron el teléfono.
—Estuvo en mi casa un par de días. Se sentía muy mal tu mamá. ¿Te imaginas? Tantos años… dejarlo todo por una persona y finalmente descubrir algo así.
Mi tía dijo que viajaría pronto y que le llevaría el paquete a mi madre. No pregunté adónde. Intenté no mencionar el estado de mi viejo, solo le hablé de mi regreso a la casa. Ella me interrumpió, estaba al tanto de todo.
—Me pidió que te diera esto —dijo mientras se agachaba a recoger algo.
Como si estuviera dándome algo de mucho valor, me entregó una bolsa en la que había un cuaderno con las cuentas de los cobros por la vigilancia del barrio y el mantenimiento de la reja. Me pedía que se lo entregara a don Marcial. Mi tía dijo que mi madre no dejó el cuaderno en el mercado porque, al tratarse de cuentas y dinero, prefería dejarlo con alguien de su confianza y porque no logró reunir fuerzas para contar a sus compañeras del mercado lo que había pasado en nuestra familia.
—Creo que quiere volver al pueblo —dijo ella rompiendo su ansiedad evidente por contarme lo poco que podía… quizás debí detenerla, pero la dejé continuar—. No le cuentes a tu papá. A ti te lo digo porque creo que tienes derecho a saber. Quizás la vea cuando yo viaje. Déjala alejarse por un tiempo.
Extrañamente, todo me parecía natural. Que mi vieja volviera al pueblo donde todo comenzó, el mítico pueblo escenario de sus narraciones. Por primera vez, en toda la vorágine de situaciones incomprensibles, sentí que algo tenía sentido.
—También me pidió que te diera esto. Dijo que es importante y lo necesitas.
Sentí una profunda sorpresa al ver que tomaba una guitarra acústica de su tienda, diciéndome que era la mejor que tenía. La recibí incrédulo. Aunque mi tía no vendía instrumentos caros ni de alta calidad —sus artículos eran de fabricación artesanal, con precios accesibles a un público popular—, la guitarra sonaba profunda, los trastes estaban bien pulidos, la madera del diapasón era suave, las cuerdas no tenían esa rugosidad hiriente de las guitarras baratas y mal fabricadas. Estuve a punto de no aceptarla, sabía que era la mejor guitarra de su tienda.
—Tu mamá ya la pagó. Dijo que volviste a casa sin guitarra. Que te faltaba algo.
Drilo y Cacho conversaban en la entrada del pasaje. Los divisé a cierta distancia, mientras regresaba desde la avenida con la guitarra en la mano. Pasó por mi mente saludarlos al pasar a su lado, hacer una venia a los nuevos reyes del barrio, pero decidí que era mejor no llamar su atención. Era media mañana y aún no había nadie en el puesto de vigilancia. Muchos vecinos del barrio se habían negado a pagar la cuota para el turno de la mañana y la tarde aduciendo que a esas horas casi no había robos. Habían decidido poner un solo turno hasta la madrugada.
Al pasar cerca de Drilo y Cacho, justo al doblar la esquina e ingresar al pasaje, no pude evitar escucharlos, hablaban de un huevón que ya iba a salir de la cárcel. Ese huevón, mi causa, era taita en su barrio. Iba dejando sus voces atrás cuando escuché una tercera voz que se acercaba hacía ellos, un grito despreocupado que los interpelaba.
—¡Ven, hijo, ven! —respondió Cacho mientras yo avanzaba.
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