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Vigésimo segundo capítulo de ‘Ella’, la novela de Pablo Cermeño

El autor ha publicado Norma y Diez años después de mi muerte con la Editorial Caja Negra. Cada sábado comparte en este diario su novela Ella.

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ELLA
Pablo Cermeño
Carla Rospigliosi se encontraba en el peor momento de su vida. Todo por lo que había luchado empezaba a desmoronarse y no parecía tener solución. Las malas decisiones que había tomado se habían vuelto en su contra. Ya no era solo Mary la que sabía la verdad acerca del asesinato de Jorge Sánchez, sino que ahora más personas estaban enteradas. Luego de lo ocurrido en la oficina, la empresaria se recluyó en su apartamento de Chacarilla. Sara Bustamante no dudó en darse a su cuidado. Pero, esta vez, no solo ejerció el papel de su amiga, sino también de su consejera y contadora.
–¿Estarías dispuesta a irte y dejarlo todo? –dijo Sara.
–¿Tan mal están las cosas? –dijo Carla.
–No me refiero a que tendrías que dejarlo todo por completo. Tu dinero podrías llevártelo. Existen maneras en las que lo puedes proteger y así nadie podría tocarlo. Yo sé cómo –dijo Sara–. Pero sí, las cosas no pintan nada bien.
Carla bajó la cabeza, sintiéndose derrotada.
Pero, tranquila –siguió Sara–. Hoy me reuniré con Víctor y luego con Mary. Una batalla nunca está perdida hasta el momento final.
–Claro –dijo Carla, dejando caer una lágrima sobre el piso.
–Dicho esto, amiga mía, como tu contadora, ha llegado el momento de hablar sobre tus opciones financieras, en caso de que las cosas no llegaran a solucionarse a tu favor.
Para el día de su muerte, casi la totalidad del dinero de la empresaria había sido transferido a una cuenta cifrada en un banco del Territorio Británico Ultramar en las Islas Turcas y Caicos.
Luego de reunirse con Víctor Villavicencio, Sara vio a Mary Santibáñez en un restaurante de pastas, cerca de la oficina. La secretaria la estaba esperando con una copa de vino blanco.
–Yo habría elegido un tinto para comer pasta –dijo Sara, al sentarse en la mesa.
–Sara –saludó Mary.
Ambas quedaron viéndose, en silencio, como dos guerreros samurái que se observan milimétricamente, antes de desenfundar su espada y cortar.
–¿Qué hacemos acá? –dijo Mary, rompiendo ese momento solemne.
Sara se sintió satisfecha de no haber sido ella la primera en hablar. De cierta manera, eso la ponía en una situación de poder.
–Deja eso –dijo Sara, señalando la copa de Mary de un modo despectivo–. Voy a pedir el vino correcto.
Mary levantó su copa, la agitó un poco y disfrutó de su aroma, antes de terminársela.
–Uno no gana nada siendo obstinado, Mary –dijo Sara, antes de llamar al mozo.
–¿Qué estamos haciendo acá, Sara? –insistió Mary.
El malestar que le generaba Sara era evidente.
–Buenas noches. ¿En qué puedo servirles? –dijo el mozo.
–Una botella de Barbaresco y dos copas, por favor –dijo Sara.
–Eso para la señorita –cortó Mary–. A mí solo tráigame otra copa de vino blanco.
–¿Entonces, solo traigo una copa para la botella de Barbaresco?
Con la mirada puesta sobre Mary, Sara respondió:
–Traiga lo que le he pedido, por favor, señor. La señorita aún no sabe lo que es mejor para ella.
Un par de noches después, aún desnudos y tendidos sobre la cama, Sara y Luciano tuvieron una breve, pero importante conversación.
–Estoy preocupada –dijo Sara.
–Carla va a estar bien –respondió Luciano–. Ella siempre soluciona las cosas y ahora tiene tu ayuda.
–No estoy preocupada por ella –siguió Sara, mientras le hacía cariños en la cabeza.
–¿Entonces?
–Estoy preocupada por ti.
Luciano sonrió, pareció tomarlo a manera de broma.
–¿Por mí? ¿Por qué estarías preocupada por mí?
–Carla está metida en tantas cosas, que me da miedo solo de pensarlo. Ya no sé qué es capaz de hacer.
–Tranquila, Sara. No tienes por qué preocuparte. Carla nunca nos haría daño.
–A nosotros no, pero –se detuvo Sara, demorando todo lo que pudo sus palabras, como si callándolo pudiera evitar que se hiciera realidad– a ti, sí.
Fue en ese momento que Luciano entendió que la preocupación de Sara era real.
–Pero yo ya dejé lo de Carolina como me dijiste. Y esto –dijo, refiriéndose a ellos dos–, esto es algo de lo que no tendría cómo enterarse. ¿O sí?
–No, claro que no –dijo Sara–. No tendría cómo enterarse.
–Estás segura de que se quedó dormida, ¿no? –dijo Luciano.
–Sí, tranquilo. Le di la dosis de siempre y me quedé con ella hasta se quedó dormida.
El lunes siguiente, por primera vez en varios meses, los ojos de Carla se abrieron temprano. Le pareció extraño despertar con fuerza y energía, pero decidió aprovecharlo. Para sorpresa de Sara, que aún no salía para la oficina, luego de tomar una taza de café, se despidió de ella y salió.
Ya en el trabajo, apenas Sara vio a Mary, le susurró a la oreja:
–Tengo algo que mostrarte, con lo que podemos hundir a Carla, pero tenemos que hacerlo con cuidado. Tú sabes de lo que es capaz. Anda al hotel de la otra vez. Pide la habitación 1503 o la 1508, deja puesto el letrero de “No molestar”. Te veré allí a las 6:30 p.m.
Mary lo hizo. Y apenas Sara entró en la habitación, impaciente, le pidió que le mostrase lo que le había dicho. Sara se acomodó y buscó en el interior de su cartera hasta que, ante la mirada confusa de la secretaria, sacó un arma con silenciador y le disparó dos tiros en el pecho y uno entre los ojos.
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