ELLA

Pablo Cermeño

El ambiente no era el mejor, pero no importaba, Luciano no había ido allí por elección. Minutos después, llegó Sara Bustamante. Llevaba una blusa escotada y una falda que parecía pintada sobre su cuerpo perfecto. Sorprendió a Luciano al llegar a su mesa. Él había estado conversando con una bella muchacha de piel trigueña que le había llevado su trago. Ahora la veía irse meneando las caderas.

–Sí sabes que podrías ir a la cárcel, ¿no es así? –dijo Sara–. No creo que tenga más de dieciséis años.

–¿Me quieres decir qué hacemos acá? –dijo él, un poco avergonzado.

–Elegí este lugar de mala muerte porque no quería que mi amiga, tu esposa, se enterara de que estoy hablando contigo. Ella jamás vendría a un lugar así, ni tampoco sus amistades.

–¿Y de qué quieres hablar conmigo?

Sara sacó un fino encendedor y una cajetilla de metal de su cartera. La abrió con delicadeza, sacó un cigarrillo y lo encendió.

–Carla no sabe que le eres infiel, eso está claro.

La conversación siguió hasta que la contadora tocó un punto álgido:

–Pero no creo que sepas que el principal motivo por el cual tu esposa se encuentra tan mal eres tú.

Luciano se fastidió.

–No sabes lo que estás diciendo.

–Oh, pero sí lo sé, Luciano. Sí lo sé –dijo Sara–. Soy la mejor amiga de Carla, así que estoy enterada de todo lo que ha pasado con ustedes. Pero creo que me estás malinterpretando. Yo no he venido a juzgarte ni nada parecido. Solo estoy citando los hechos que creo saber. Es más –siguió–, admiro tu valentía. Debes tener un buen par de bolas bien puestas allí abajo –señaló con la mirada y las manos–. Ese es el verdadero motivo por el que estoy aquí.

–¿De qué mierda estás hablando?

–Claro que sí. Te admiro. Atreverte a serle infiel, incluso sabiendo del tremendo poder que tiene tu esposa.

–El dinero no significa nada –respondió Luciano–. Yo ya no la amo.

–No hablo del dinero. Hablo del poder, tú sabes.

–¿Poder?

Luciano parecía confundido.

–No lo puedo creer –dijo Sara, riendo–. En verdad no sabes.

–¿Qué cosa no sé?

–¿Acaso no estás enterado de que Jorge Sánchez, el antiguo empleador de Carla, fue asesinado?

–Sí me enteré, salió en las noticias.

–¿Y no sabes que fue Carla la que ordenó su muerte?

Las palabras de Sara golpearon a Luciano, dejándolo aturdido. En primera instancia, él se rehusó a creerle, pero pronto se dio cuenta de que todo tenía sentido y calzaba perfectamente.

–¿No sabes quién es Gerardo Velarde, el padre de Camila, la mejor amiga de tu esposa? ¿Nunca te preguntaste de dónde venía todo su dinero?

El miedo se apoderó de Luciano. Su esposa ya no era la mujer que él creía que era, sino alguien capaz de quitarle la vida a una persona. De inmediato se preguntó qué ocurriría si Carla se llegara a enterar de su amorío con Carolina. ¿La mataría solamente a ella o a él también? Al entrar en pánico, empezó a idear la manera de echarle toda la culpa a Carolina. Sara se dio cuenta de sus intenciones y supo que lo tenía en sus manos.

–Lo primero que tienes que hacer es dejar a la pelirroja –dijo Sara–. No la vuelvas a ver.

Luciano asintió.

–Lo segundo –dijo Sara, sonriendo–, lo segundo te lo voy a decir pronto.

Pasaron tres semanas antes de que Carla Rospigliosi regresara a su empresa. No se sentía lista para volver, pero, según Sara y el psiquiatra amigo suyo, lo mejor sería hacerlo ya, de a pocos. La contadora llegó con ella un lunes por la mañana. Todos quedaron perplejos, no esperaban verla. Carla sintió que no era bienvenida. Si no fuera por Sara, habría regresado a casa. Siguieron caminando hasta que se cruzaron con Mary Santibáñez. La primera en verla fue Sara, intercambiaron miradas. Mary se dio vuelta y regresó a su oficina sin saludar.

Ya en su oficina, Carla tuvo que apoyarse para no descompensarse. De espaldas a la contadora, lucía frágil e indefensa como un pequeño siervo ante la mirada expectante de un tigre. Sara esperó, impaciente, a ver que Carla tomara de vuelta su asiento detrás de ese gran escritorio y, con él, las riendas de la empresa. Pero no lo hizo, así que Sara lo tomó e invitó a Carla a sentarse frente a ella. De un modo extraño, la empresaria se sintió aliviada. En ese momento, sonó el teléfono.

–Es Víctor –dijo Sara–. ¿Quieres contestar tú?

Carla hizo un movimiento de cabeza casi imperceptible, negándose a hacerlo.

–Víctor, buenos días –contestó Sara.

Luego de casi tres minutos, Sara mencionó a Carla.

–Estoy aquí con Carla, ¿quieres hablar con ella?

Sara se mostró sorprendida.

–Entiendo –dijo Sara–. Está bien, adiós.

Sara no intentó ocultar la preocupación, ni el desconcierto en su rostro. Al instante, Carla supo que algo no andaba bien.

–¿Qué pasó? –exclamó.

–No estoy segura de si sea buena idea contarte esto ahora. ¿Por qué mejor no vamos por un café y luego regresamos a casa?

–No, cuéntame qué ocurre –dijo Carla.

–Está bien, te lo voy a decir. No sé qué ocurre con Víctor, pero cuando le dije que estaba contigo, se fastidió y me dijo que no quería hablarte, que ya recibirías noticias de sus abogados –Sara suspiró–. Mary le debe haber contado todo.

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