ELLA

Pablo Cermeño

Jorge Sánchez estaba muerto. Había desaparecido semanas atrás, pero nadie sospechaba que algo malo le hubiera ocurrido. Solía irse a navegar durante periodos largos, sin avisar a nadie, cuando se sentía acorralado. Su brazo derecho asumía las riendas de la empresa y todo seguía caminando. Ya estaban acostumbrados a eso. Jorge vivía solo. Sus hijos residían en Europa y su exmujer seguramente se había alegrado al enterarse de la noticia. El empresario fue encontrado de casualidad por el personal que hacía mantenimiento al lago.

Al día siguiente de saberse la noticia, Mary buscó a Carla. La preocupación en los ojos de la contadora aceleró el corazón arrítmico de su jefa, haciéndola sentir una incómoda presión en la parte baja del cuello.

–¿Has sido tú? –preguntó Mary, sin preámbulos.

Pero rápidamente se corrigió, al ver la reacción de Carla y darse cuenta de lo mal que había sonado.

–Perdón, ¿ha sido el papá de tu amiga?

–¡No! ¿Cómo crees?

Carla estaba indignada, pero eso no significa que no compartía la misma duda que Mary. Y, por ende, un miedo aún mayor.

–¿Recuerdas hace cuánto tiempo hiciste la llamada? –insistió Mary.

–No.

–Hice el cálculo. Es casi el mismo tiempo que la Policía sospecha que tiene el cuerpo en el lago.

Carla estaba visiblemente asustada, pero su rostro no mostraba sorpresa alguna. Ella también lo había hecho. Sabía que los tiempos coincidían. Mary se dio cuenta en un instante y eso confirmaba su sospecha.

En lo referente a Luciano, la noche en que se supo de la muerte del empresario, él se quedó dormido en el comedor, esperando a que Carla llegara para cenar. Ella llegó de madrugada y fue directo a la cama. Al día siguiente no hablaron y tampoco en los días posteriores. La mujer que había decidido salvar su matrimonio ya no estaba más. Había sido digerida por las nuevas metas laborales, adquiridas al momento de recibir el dinero de Víctor Villavicencio, su nuevo socio, y por esa terrible preocupación constante de saberse involucrada en el asesinato de su antiguo jefe. Rápidamente, Luciano sintió el golpe y la desilusión lo atrapó. Carla lo había abandonado por segunda vez.

Unas semanas después, en la mañana de su aniversario de bodas, Luciano tomó a Carla de la mano, antes que saliera para el trabajo, y le pidió que regresase temprano, pues él la estaría esperando con vino y una rica comida para celebrar. Esto alegró el corazón de Carla. Pero, como era de esperarse, ella no llegó. Pese a que esta vez sí llamó a su esposo y le explicó el importante motivo de su ausencia: la compra de las nuevas oficinas. Al colgar el teléfono, Luciano tomó su abrigo y salió directo al bar donde atendía Carolina. Esta vez, no tuvo ningún reparo moral, ni tampoco le importó ser visto por cuanta persona lo conociera. Su cigarrillo fue su única compañía a lo largo de las frías calles de Barranco, que siempre lo habían visto caminar de la mano de Carla.

Carolina servía los tragos a un grupo de turistas argentinos, cuando lo vio atravesar la puerta. Sonrió y siguió hablando con ellos.

–¿Tienes un buen ron? –dijo Luciano, interrumpiendo al grupo.

–Acá solo tenemos lo mejor –respondió la pelirroja, para rápidamente voltear otra vez hacia el grupo–. ¿No es así, chicos?

El grupo de turistas confirmó lo dicho por Carolina, chocando escandalosamente sus copas. Luciano los saludó con la cabeza y volvió a ella.

–Entonces, dame uno por favor.

Los argentinos, al borde de la ebriedad, quedaron viendo a la sensual pelirroja, mientras servía el ron de Luciano. Era imposible no quedar impresionado por ella. Era la fantasía sexual de cualquier persona: hermosa y de un cuerpo fantástico. Su mirada, con esos ojos claros, era provocativa, seductora y excitante. Era la tentación perfecta.

–¿Estas seguro de que deberías estar aquí? –preguntó Carolina.

Luciano tomó su ron de un solo sorbo y golpeó la barra con el vaso.

–Nunca he estado más seguro de nada en mi vida.

Carolina lo volvió a llenar.

–La última vez que viniste, terminaste acordándote de tu mujercita. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?

Luciano volvió a dejar su vaso vacío.

–Ya te lo dije. Acá estoy.

Carolina sirvió otro poco de ron, pero esta vez se lo tomó ella.

–Entonces, vamos.

La pelirroja se quitó el delantal, le hizo una señal a su compañero y salió de allí con Luciano. Él no podía creerlo. Mientras caminaban por la calle, en busca de un hotel, no dejaba de pensar en que por fin iba a tener a Carolina. Desde la primera vez que la vio, aquella noche en que celebraban la fundación de la empresa de su esposa, nunca se pudo quitar de la cabeza los perfectos y abultados senos de la pelirroja. No dejaba de preguntarse cómo se verían, cómo se sentiría cogerlos con ambas manos y apretarlos. Carolina lo volvía loco, lo sacaba fuera de sí. Lo único que lo mantenía dentro de sus cabales era el amor que sentía por Carla. Pero eso ya había quedado atrás. Esa noche dio rienda suelta a todas las fantasías que había imaginado con la pelirroja. Ella, experimentada y complaciente, le permitió todo.

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