ELLA

Pablo Cermeño

Ya casi un mes había pasado desde que Carla Rospigliosi y don Gerardo Velarde, el padre de Camila, su gran amiga del colegio, se habían reunido. Los días transcurrían tranquilos en la empresa de Carla. No habían vuelto a tener noticias de Jorge Sánchez ni de los dos matones que lo acompañaron en su visita a la joven empresaria. Carla llegó a pensar que quizá había malinterpretado las cosas, que no había sido una amenaza, sino una muestra del claro disgusto de alguien a quien le había jugado mal. Por lo que, en todo caso, su ira estaba justificada. Se lamentó por haber involucrado a Camila y a su familia, a quienes apreciaba tanto, en algo así. Se sintió tonta, infantil.

Mientras pensaba en todo eso, ya cerca de su apartamento, por primera vez en mucho tiempo, se sintió tranquila. El cielo estaba negro y las luces de la calle alumbraban de un color casi naranja, hermoso. Sintió paz. Se preguntó cómo estaría Luciano, su esposo, a quien, debido al trabajo ya casi no le dedicaba tiempo. Pensó que era tiempo de arreglar esa situación. Sonrió, lo tenía todo. Había llegado el momento de vivir y disfrutar.

El semáforo en el que se había detenido cambió de luz. Pero el auto que estaba delante de ella no parecía haberse dado cuenta. Carla esperó algunos segundos y luego de eso empezó a tocarle el claxon; sin embargo, continuó sin moverse. Un instante después, una sensación de cosquilleo frío recorrió todo su cuerpo, estremeciéndola. Rápidamente, pensó en que algo andaba mal. Miró por el retrovisor, dándose cuenta de que detrás de ella había un auto con dos personas y las luces apagadas. Cuando intentó reaccionar, abriéndose hacia el único costado que podía, un tercer coche apareció, bloqueándola. Carla estaba temblando, pensó que su corta vida había llegado al momento final. Sin darle tiempo para más, un hombre apareció frente a sus ojos llorosos, golpeando su ventana, indicándole que la bajara. Era uno de los matones de Jorge Sánchez, lo reconoció al instante. En su rostro, Carla vio el terror. Sintió que la sangre de su cuerpo se había congelado y fue incapaz de seguir las indicaciones del matón. Lo único que hacía era temblar, desesperada, mientras el hombre insistía en que bajase la ventana. De pronto, sintió un tirón fuerte, en el pecho, y una opresión punzante en la base del cuello, que la asfixiaba. Los apresurados y confusos latidos de su corazón fueron haciéndose dueños de Carla, que habría perdido el conocimiento, de no ser porque –inconscientemente– bajó la luna de su auto para poder respirar. Tomó una bocanada grande de aire y por fin empezó a recobrar el sentido.

–Ya sabes qué hacer –dijo el hombre.

Luego de eso, tiró del espejo lateral de auto, con fuerza, y lo quebró.

–Toma –siguió él, entregándoselo–. Un pequeño recuerdo.

El hombre subió a su auto. Y así de rápido como llegaron, se fueron. Dejaron a Carla Rospigliosi, ahogándose en su propio llanto. Luego de algunos minutos, se sobrepuso y condujo a casa. Luciano la estaba esperando, quería decirle que desde un tiempo atrás, ya no se sentía bien. Pero, al verla, así como llegó, solo pudo correr hacia ella y abrazarla.

Al día siguiente, Carla salió temprano para la oficina. Estaba intentando seguir como si nada hubiera ocurrido. En un principio, nadie notó ninguna diferencia en ella. Pero, conforme fue avanzando el día, su ánimo empezó a cambiar. Una incandescencia parecía asomarse, por ratos, desde el interior de sus ojos. Un sinsabor irresoluto, que apretaba su pecho e iba envenenando su espíritu. Una bomba de tiempo, que terminó por explotarle en la cara, a su equipo. De no haber sido por Mary Santibáñez, el brazo derecho de Carla, que se arriesgó a interrumpir aquella reunión y llevarse –con alguna excusa– a su jefa, Carla habría terminado por causar daños irreparables en el equipo.

–¿Qué ocurre, Carla? –preguntó Mary, ya a solas con ella.

Sin poder aguantar más, Carla, lo dejó salir todo. Mary quedó boquiabierta, incrédula de lo que estaba escuchando. Luego de verificar que su amiga estaba bien, sacó su teléfono para avisar a la Policía. “Tenemos que denunciarlos”, dijo. Carla se negó: “Ellos no van a solucionar nada”. No sabía si contarle o no del ofrecimiento que le había hecho el padre de Camila. Mary insistió, diciéndole que lo correcto era llamar a la Policía, ya que aquello significaba un riesgo para todos.

–Está bien, está bien. Espera –dijo Carla–. No hagas nada. Yo puedo solucionarlo o, al menos, eso creo.

–¿Cómo así? –respondió Mary.

–El papá de una amiga.

–¿Qué pasa con el papá de tu amiga?

–Él sabe cómo resolver este tipo de problemas. Me dio un número para llamar, por si algo así ocurría.

Mary no supo qué responder. En ese momento, no entendió bien de qué se trataba eso. Pero, si lo que Carla le estaba contando era una solución, enhorabuena.

–¿Y qué esperas? Llámalo.

–Sí. Eso voy a hacer.

Mary salió. Pasaron algunos minutos y Carla tomó su teléfono. Timbró dos veces y luego escuchó una voz por el auricular:

–¿Cómo sabemos que el pisco es peruano?

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