Ella

Por Pablo Cermeño

Pepe Bonilla estaba listo. Esta noche iba a ser la mejor de su vida, lo sabía. Podía sentirlo en el ritmo de la música. El sonido del bajo parecía revitalizar permanentemente su entusiasmo. Aún estaba terminando de darle forma a su caprichosa melena, cuando sonó el timbre.

–Yo abro –vociferó Pepe.

–Está bien –contestó Carlos, su hermano, desde el primer piso.

Pepe bajó las escaleras y atravesó el pasadizo impulsado por una fuerza indomable. Su mirada estaba fija en la entrada. No se percató de los revolcones del hermano con la nueva enamorada, ni de Bruno y Angie, sus amigos, que habían desaparecido de la sala. Con cada paso que daba, estaba más decidido y más cerca de cumplir su destino. Giró la manija de la puerta, con delicadeza, mientras dibujaba esa sonrisa de ganador que había estado ensayando. Y ya cuando sus ojos pudieron ver tras ella:

–Hola, idiota, estuve a punto de no venir. Me debes una.

Era Luciano, su mejor amigo.

–Pensé que ya habías llegado –dijo Pepe.

–¿Cómo voy a haber llegado, si estoy acá?

Pepe intentó explicarse y luego se dio cuenta de que no tenía sentido perder su tiempo en eso:

–Pasa no más.

Ya adentro, Luciano saludó a todos y el ambiente festivo empezó.

–¿Nos puedes contar quién es esta chica? –dijo Luciano.

Los ojos de Pepe brillaron, su alma misma parecía sonreír a través de ellos.

–Esta chica, como tú le dices, es el amor de mi vida.

Pepe les explicó cuánto significaba ella para él. Y, no mucho tiempo después, llegó la tan esperada Carla Rospigliosi.

–Pepe, ¡cuánto tiempo! –dijo ella.

–Y tú cada vez más hermosa –respondió él, haciéndola pasar.

Hicieron espacio para que se sentara al lado de Pepe. Le sirvieron bebidas y bocaditos, y la hicieron sentir cómoda. Ella rápidamente se empezó a soltar y entró en confianza. Parecía la invitada de un programa de entrevistas. Sus comentarios eran hilarantes, inclusive los que no tendrían que haber sido graciosos. Y, cuando Pepe empezaba a decir algo, los demás guardaban silencio y volvían su atención hacia él. La primera hora fue entretenida para Carla. Se podría decir que disfrutó mucho de ser el centro de atención, cosa que de manera evidente le hacía falta. Pero, pasado un rato, a medida que el licor hacía cada vez más difícil disfrazar el falso interés del grupo en ella, y las risas sobreesforzadas dejaron de ser graciosas, Carla se sintió abochornada, se sintió tonta. Y todo ese malestar suyo cobró forma al voltear y ver –al bueno de Pepe– contando la anécdota más aburrida y ridícula que ella jamás había escuchado. Lo detestó.

Un rato después, Luciano la encontró en el jardín, fumando un cigarrillo. El encuentro no fue casual, Pepe le había pedido que fuera a ver qué ocurría con Carla.

–¿Todo bien? –preguntó Luciano.

–Sí, todo bien. Me estaba sofocando un poco, adentro –dijo Carla.

–¿Me invitas uno? –dijo él, acercándosele.

Habría sido el tono de su voz o el que la tratara sin tanto remilgo, pero eso despertó el interés de Carla en él. Palabra tras palabra, fueron encendiendo el fuego del interior de sus almas hasta que les fue imposible no mirarse a los ojos, sorprendidos. En ese momento, Luciano, consciente de lo que Carla significaba para su mejor amigo, interrumpió el perfecto compás que traían y pasó a contarle sobre lo genial que era Pepe. Carla entendió el mensaje y decidió regresar a la reunión.

Siguieron bebiendo alrededor de Pepe Bonilla y su penoso espectáculo unipersonal. Carla, en el asiento reservado para ella, nunca había estado más alejada de Pepe que aquella noche. Su pensamiento se había quedado con Luciano, quien, leal a su mejor amigo, intervenía cada que podía para resaltar los méritos de este. De un momento a otro, Luciano desapareció para ir al baño. Carla no esperó dos minutos y se levantó con dirección a la cocina. La cantidad de licor que venían tomando hizo que nadie asociara la ausencia de ambos. Al salir del baño, Luciano fue sorprendido por Carla, que tropezó justo para terminar cara a cara, a no más de tres centímetros de él. Ambos intentaron disculparse, pero el movimiento de sus labios, casi tocándose, hizo que no pudieran resistir el impulso animal de besarse. Ese beso prohibido, a espaldas de todos, definitivamente había sido el mejor beso de sus vidas. Les fue imposible despegar sus labios durante un largo rato hasta que ambos se detuvieron para reflexionar sobre el daño que esto podría causarle al bueno de Pepe. Segundos después, volvieron a besarse, sintiendo que habían estado separados demasiado tiempo.

De regreso, asumieron sus papeles previos: ella la musa del anfitrión y él, el amigo fiel. Jugaron al engaño todo lo que pudieron, yendo y viniendo, en busca de toda clase de cosas, con la única intención de seguir besándose. Nadie se habría dado cuenta de lo que estaba ocurriendo entre ellos si no fuera porque el inmenso deseo que sentían los volvió cada vez más descuidados y terminaron besándose en frente del buen Pepe Bonilla, quien ese día no solo perdió al amor de su vida, sino también a su mejor amigo.

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