Decimotercer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Decimotercer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

De un momento a otro, pum, se iba la luz. La explosión siempre era lejana, se escondía en las montañas, camino a la ciudad.

Esa pequeña vela, mira cómo alumbra. ¿Quiénes son los terroristas, mamá? ¿Por qué ponen bombas y nos quitan la luz? Son personas que quieren tomar el poder para ayudar a la gente, pero han elegido una manera equivocada de hacerlo, me dijiste. Y nunca más tuve miedo de los terroristas, porque los hiciste humanos. Sobre esta mesa nuestra que ahora tengo enfrente estoy haciendo mis tareas, llego del colegio y prendo la tele y tomo la leche que preparaste. Más tarde, tú la ocuparás también y corregirás los trabajos de tus alumnos, sobre nuestra mesa. Y mi padre llegará, y llegará mi hermana y seremos un poco más. Y yo creceré y querré irme. Y me portaré mal y me castigarás, me golpearás llorando, bien fuerte. Y mi papá también me pegará, más fuerte. Y a él lo odiaré, pero a ti te perdonaré. Y la niña crecerá, yo seré esquivo con ella, seré esquivo con mi padre. Me volveré el demonio de fuego que conocimos. Y amenazaré a mi padre con golpearlo si me vuelve a tocar y me iré de casa varias noches. Y me derrumbaré sobre la mesa, con la mirada narcótica que te hacía temblar. Y sobre esa misma mesa dejarás las drogas halladas en mi habitación.

Y es aquí donde intentas comunicarte conmigo en las mañanas, pero yo no soy capaz de soportar conversaciones y comentarios desconectados, casi incongruentes, los que haces con el único deseo de expresarte y calmar tu permanente ansiedad. Me cuesta tanto seguir tu jovialidad casi infantil al comentar una ocurrencia en algún concurso de la tele durante el almuerzo.

Yo cerraba las cortinas mientras almorzábamos y tú lo tolerabas. Aunque amabas la luz del día, hacías el sacrificio de almorzar conmigo con la luz tenue. Comentabas tu día, las ideas que iban y venían dispersas en tu mente, algunos hechos estancados en tu memoria, aconteceres que me relatabas por milésima vez y que siempre acababan en esa pequeña risa que conozco tan bien. En ese entonces, yo habría querido silencio, quizás el silencio que ahora reina y me aprisiona.

Esta noche se confunde con aquellas otras en que yo regresaba de la calle y cruzaba el umbral de la sala. Te veía sentada en el sillón con la televisión encendida o cosiendo en la mesa del comedor o a veces en tu habitación, despierta escuchando música o con la luz del velador encendida, leyendo un libro. Si me acercaba a tu cuarto, era casi siempre para preguntarte algo. Solo entonces, ante la claridad sombría de la luz artificial, rodeado del silencio nocturno, volvía a buscar tu atención mientras mis propias historias brotaban, luego callaba casi por completo, volvía a escuchar tu voz como el río a veces calmado, a veces torrencial, que ha dado forma a mi espíritu.


Perico y Pacheco seguían adelante porque sentían que el mundo tenía un orden que no comprendían pero al que se sometían, como si supieran que siempre quedaría algo, un deseo extraviado, un secreto en el camino, una ambición no lograda y olvidada en medio de todos los estímulos que los rodeaban y distraían. Yo, en cambio, me ahogaba en el reconocimiento, en la recapitulación obsesiva de los eventos que me llevaron hasta este instante. Nada había cubierto mis expectativas y, sin fundamento, me rebelaba ante ello, como en una resaca interminable, como en una tormenta, como si mi cerebro no reconociera el mundo que tenía en frente; esa voz que me perseguía desde la infancia manifestaba su presencia.

En los años en que jugábamos, rompiendo timbres y pateando las puertas de las casas de algunos ancianos, aquella voz irradiaba una energía tangible, sensorial, se convertía en la medida de lo que las personas sentían o hacían sentir. O al menos eso llegué a pensar con el tiempo, que podía sentir lo que otros sentían cuando les hacíamos daño en el barrio, donde debíamos imponernos sobre el débil y el tonto.

Por eso, desde aquella infancia, yo intuía que tras las sonrisas y las expresiones de alegría de todos en el barrio, había un dolor escondido, que tarde o temprano manifestaría su naturaleza oculta, el verdadero orden del mundo. Y yo quería mirarlo a la cara, no huir del él, como hacían Perico y Pacheco para sobrevivir. De ahí venía mi distancia, de ahí que en sus épocas de pandilleros y motochoros yo pudiera observar su afán de ser alguien, de construirse, lanzados a robar carteras y prendas a jóvenes distraídos, actos que yo celebraba con mi risa falsa, lo único que me protegía de la tristeza que ellos no podían ver.

—Los rostros de todas las personas son tristes —le había dicho a Mika casi al inicio de nuestra relación—. Sobre todo cuando delatan sus puntos ciegos y creen que sus alegrías son merecidas. Cuando se ufanan de algún logro, solo demuestran que han construido un muro para protegerse del mundo.

Ella me escuchaba, aún no éramos muy conscientes del muro que estábamos construyendo.


Le serví el café con leche que me pidió y su mirada se mantuvo extraviada en las noticias de la televisión. Cubría su pierna recién operada con una manta de tela polar que le daba el aspecto de un tullido; se habían desvanecido su garbo y su soberbia, solo quedaba su ira, su desesperación ante la decisión de mi madre, una amargura que lo hacía tratarme con mayor dureza.

En la tele, escuchamos que dos trabajadores habían muerto en nuestro distrito a raíz de un enfrentamiento entre bandas que extorsionaban a empresas constructoras y pretendían colocar a sus miembros en distintos proyectos de obras en las avenidas Venezuela y Arica, cerca de la casa mi abuela. Sin embargo, la noticia solo llamó mi atención cuando vi que una de las construcciones a las que aludía el informe implicaba la demolición del antiguo local de la empresa de servicio de agua y alcantarillado de Lima, el local de Sedapal de la avenida Venezuela. Originalmente, en los años 30, aquel local había sido el Palacio de los Deportes, pero décadas después se convirtió en sede de la empresa pública y ahora, según el proyecto que mostraban en televisión, sobre su terreno se construiría una mole rectangular, una caja simplona con agujeros cuadrados como ventanas, un inmenso bloque con pequeñas aberturas para orear lo que se metiera dentro, en este caso, personas, familias, porque el edificio estaba destinado a viviendas.

Decimotercer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
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