Pero, a medida que yo avanzaba, sus voces no fueron alejándose, sino que empezaron a seguir mi camino. Empezaron a caminar a unos metros detrás de mí, en la misma dirección. No me estaban siguiendo, quizás ni siquiera se habían percatado de mi presencia, aunque creo que eso era poco posible: nada escapaba al radar visceral de estos sujetos. Escuché la voz del Cacho, que hablaba sobre un partido de fútbol. La hiciste, hijo, te falta marca solamente, les ganas la raya a esos huevones. Luego la risa estúpida del Drilo, las interrupciones del muchacho, su voz grave y su tono agresivo, su relato ininteligible sobre una rampa de skate y de un amigo suyo que casi se mata en una maniobra. Caminaban por la pista, dueños de la calle, marcando territorio.

Los tuve a mis espaldas, a unos cuantos pasos, durante todo el trayecto hasta alcanzar la puerta de mi casa. Introduje la llave en la cerradura y ellos siguieron de largo. Cuando entré en mi casa, al cerrar la puerta, los vi alejarse. Al verlos de espaldas, ya a unos metros de distancia, me sorprendió notar que, además de Drilo, Cacho y el hijo matón, había un muchacho más pequeño que los acompañaba, uno que no había pronunciado ni una palabra durante el recorrido. Más joven que el matoncito, tendría unos 11 o 12 años.

Antes de cerrar la puerta de mi casa, alcancé a ver que, mientras avanzaba al lado de sus acompañantes, el muchacho más pequeño volteaba a mirarme. La sorpresa y curiosidad en su mirada no me resultó amenazante.

La casa se cubre del polvo que entra por las ventanas y las aberturas de los pisos superiores, como una niebla incontenible, mitad luz, mitad partículas lanzadas al espacio. Más allá de nuestras paredes, en el corazón de la manzana, se escucha un temblor. Algo cae y golpea el piso repetidamente, como el avance de una tortuga gigante. Un golpe seco y distante hace temblar los vidrios de la casa. Otro más. Y otro. La casa tiembla, mi padre en su habitación escucha la televisión —no la mira—, mi hermana está en su trabajo y yo solo atino a subir hasta el tercer piso, a mirar el exterior desde nuestra modesta altura.

Asomo la cabeza sobre el pequeño muro que da al corredor de los vecinos y miro hacia el interior de la manzana. El polvo asciende con cada combazo que dan los trabajadores a las pequeñas casas de la quinta que derriban, la quinta verde donde alguna vez me peleé con Ramírez, el matón de la vuelta, donde jugamos fútbol a pesar de la estrechez del pasillo y la aspereza de su suelo, unas baldosas grises con relieve de cuadraditos que, al caer de rodillas, raspaban como la putamadre, donde años más tarde llegaría a vivir V, la chica bajita y castaña que a los dieciséis años se acostaba con tipos diez años mayores que nosotros, la que hizo que se agarraran a chavetazos por ella. Ahí también vivió M, la primera, la única chica a la que me atreví a declararme en la adolescencia, más por presión que por propia voluntad. Su rechazo no me sorprendió, más me jodieron las burlas de Perico y Pacheco cuando les conté, sobre todo porque ellos habían sido los que me motivaron a hacerlo. Y más me jodió cuando Perico terminó seduciéndola, sus relatos sobre cómo le metía mano mientras la besaba en su sala, mientras sus padres estaban en la habitación, el color de sus pezones, la primera vez que le tocó la vagina, cómo se ponía ella al sentir sus dedos dentro. Si aquellas narraciones eran ciertas o no, no importaba, el territorio estaba marcado.

En aquel momento, por primera vez, me alegré de que algo del barrio desapareciera, aunque su destrucción despertara en mí, en el dormido orgullo animal, rastros de vergüenza, el azote del código dominante, del placer irresuelto en que la vida en ese entonces, y hasta ahora, se regía.

Te veo en esa habitación, el recinto antiguo de una casa de techos altos. La veo tenuemente alumbrada. Ya no hay nadie, estás sola. ¿Era una capilla? ¿Una oficina de la escuela? Imagino que tu escuela estaba poblada de imágenes sagradas. Te veo ante esa imagen de la Virgen y me diluyo en tu extrañeza, en medio de esa escuela en la que tu madre te internó antes de irse de viaje. Tu presencia solitaria cubre completamente el ecran de mi memoria heredada.

Te vas a enfrentar a lo sagrado. Sin saberlo, romperás la distancia, tu lugar en el rito. ¿Qué podía ser sagrado después de lo que habías vivido en tu casa, con un hermano que decía odiar a su madre y otro hermano víctima indiferente y silenciosa de la depredación emocional?

Te cercioraste de que nadie estuviera cerca, te acercaste a la imagen de la Virgen y le levantaste la falda. Viste la verdad.

Vuelvo a caer en ese intersticio entre el mundo material y el de los sueños, la voz de tu memoria, de lo que no viví y me define. Te veo con aquellas compañeras tuyas, en aquella escuela internado para hijas de hombres poderosos, los de aquella capital de provincia. Imagino sus uniformes limpios, el recato impuesto por las monjas españolas que dirigen el lugar, sus voces mientras juegan en un patio que no conozco pero que se manifiesta en mí con la vibración de tus palabras, fonemas brujos que me arrancan de este tiempo. No imaginas la solidez de esa escena en mí, el poder que irradia hasta mi presente. Imagino el patio con el árbol del que siempre hablaste, y ahora no sé si era un maguey o una lúcuma, pero siento su sombra cayendo sobre tu rostro. Tu mirada pensativa, la voz de tus compañeras. Y la voz de las monjas que llaman a formar fila antes de entrar a las clases.

Decimosexto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Decimosexto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).

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