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Octavo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán
Hacia ese puesto me dirigía, pues pensaba ingenuamente que quizás se encontraría allí, trabajando a pesar de haberse marchado de casa. Pensé que quizás intentaría mantener su rutina a pesar del impacto anímico que significó descubrir lo que mi viejo había ocultado tanto tiempo. Pero no. El puesto estaba cerrado. Mi madre no solo se había ido de la casa, también había abandonado la rutina con la que llenaba su tiempo.
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Hacia ese puesto me dirigía, pues pensaba ingenuamente que quizás se encontraría allí, trabajando a pesar de haberse marchado de casa. Pensé que quizás intentaría mantener su rutina a pesar del impacto anímico que significó descubrir lo que mi viejo había ocultado tanto tiempo. Pero no. El puesto estaba cerrado. Mi madre no solo se había ido de la casa, también había abandonado la rutina con la que llenaba su tiempo.
Era el segundo día desde que nos habíamos enterado de todo, desde que mi madre llegó del hospital y dijo que no quería ver más a mi padre. Al verla tan arrebatada, supe que el asunto era serio, pero ya que las relaciones en mi familia habían sido siempre un poco oscuras y los secretos terminaban explotándonos a todos en las manos para luego convertirse en parte de nuestros rituales familiares, creí que se calmaría. Pero al ver que no regresaba, que su huida era inminente, supuse que se quedaría en casa de una de sus viejas amigas, porque a casa de mi abuela de seguro no iría. No eran comunes en ella ese tipo de arrebatos, pero lo que mi padre había hecho lo ameritaba. Yo también me habría vuelto loco si hubiera descubierto una mentira de más de treinta años, si me hubiera visto con la confianza rota y el orgullo herido, el desengaño tras tanto tiempo de vida precaria y austera.
En el pasillo donde se ubicaba el local de costura de mi madre, justo al frente, había un puesto en el que vendían útiles escolares y de oficina, en el que charlaban dos señoras, una de las cuales acababa de salir de la peluquería de al lado. A unos pasos más allá, al final del pasillo, un vecino que vivía casi al frente de nuestra casa había inaugurado hacía poco un puesto de comida que rápidamente comenzó a adoptar el aire de cansancio y el olor de la grasa suspendida en el ambiente.
Me detuve frente al puesto de mi madre, su puerta enrollable de hierro estaba intacta, los candados en su lugar. Pensé que podría haber salido a comer, pero, de ser así, habría dejado el puesto abierto luego de pedirle a la vendedora de enfrente que le echara una mirada a su local. Ya que solía visitar poco a mi madre en su trabajo, me alejé pensando que nadie en el mercado me reconocería.
—¿Cómo está tu mamá? —la pregunta venía de la peluquería, una voz áspera pero amable. Volteé a mirar y la señora peinadora, una mujer de unos cincuenta años, de cabello ensortijado y teñido de rubio, los ojos exageradamente delineados, me hablaba como si me conociera de siempre.
—¿Cuándo vuelve? —dijo otra voz desde el puesto de útiles escolares. Al comienzo, no pude distinguir si se trataba de un hombre o una mujer, aunque por el cabello cortísimo y la contextura gruesa, me hice de una idea que resultó ser equivocada.
Delaté mi preocupación al responder que había esperado encontrarla en el puesto.
—Tú mamá sabía que vendrías por acá y vino ayer a dejar esto —dijo la del puesto de útiles, que resultó ser la famosa Gabi de la que tanto me había hablado mi madre, una lesbiana que tras muchos años de pelar pollos en el mercado antiguo, finalmente había logrado poner su propio negocio; mi madre conversaba con ella todo el día mientras cosía ojales y pegaba botones, mientras rehacía bastas y fondillos.
El papel que me entregó Gabi estaba apenas doblado en cuatro, tenía una cinta adhesiva que la cerraba, escrita con la letra de mi madre, que me pareció más infantil y más sobria que nunca, «Para mi hijo».
De aquellos días recuerdo solo imágenes difusas, algunas sonoridades y olores que inesperadamente volvieron a surgir en mí en años posteriores, olores y sonoridades que me transportaron a esa sala a la que llegamos sin aviso, a la que llegué sostenido por tu mano, sin saber que ya venías huyendo de un abandono previo.
Vivíamos esperando siempre la llegada de mi padre, que aquel Volkswagen azul se estacionara en la puerta y él nos dedicara unas pocas horas de su día. Aparentemente, tú también lo esperabas. Solo ahora sé que no, y entiendo por fin que en realidad estabas huyendo de aquella lejana casa de la que tu padre se marchó.
Con el tiempo fui reconociendo la oscuridad de aquella tu primera huida, en los fragmentos de tu voz, sintagmas de hielo de un tiempo congelado en ti, cenizas que no podías contener, imágenes de un mundo interior que me envenenaron de tragedia, el río de imágenes que se encarnó en mí. En nuestro hogar-huida, mi padre iba a nuestro lado, a su manera, manejando la tensión que te producían tus carencias y su ausencia, indiferente a mi mirada, viviendo cómodamente en otra casa, con otra familia, a escondidas de nosotros, rodeado de otros seres y escondiéndonos de ellos.
Todo aquello solo podía dirigirse a la destrucción. El pulso invisible de nuestra vida perdió su frágil equilibrio y el entorno viciado inevitablemente, igual que tu voz, también se volvió mi carne.
—Tú padre es mi compañero —dijiste, horas después de que yo había intentado golpearlo, él se había ido de la casa, insultándome ofendido, dejando el ambiente inundado de la ira de mis quince años.
Compañero. Qué palabra tan simple, tan frágil y engañosamente inofensiva. Aún irradia una fuerza extraña cuando recuerdo el momento en que la pronunciaste. Había algo profundo en la manera en que lo hiciste: como una palabra que te salvaba. En ese entonces, yo aún no podía saber que aquel era el escudo con que te protegías de todas las ausencias, de la fuerza voraz que rompió el origen.
Salí del mercado, me dirigí hacia el pasaje. Llevaba en la mano la nota que mi madre había dejado. No quise leerla frente a sus amigas, temía que contuviera alguna noticia que me sobresaltara frente a ellas. Avancé rápidamente, sumergido en mis temores, dejando que mis pasos me llevaran y, sin darme cuenta, de un momento a otro, me encontraba ya en el ingreso del pasaje. Escuché entonces la voz del Perico, su llamado, su risa, y sentí el sobreentendido silencio cómplice de Martín, el vigilante del pasaje, que sonreía junto a mi viejo amigo. Ambos me llamaban a beber con ellos en un idioma que me resultó lejano y me costó volver a entender en ese momento, su gestualidad burda pretendía hacerme sentir parte, aunque en realidad me apartaba. Apenas terminaba la tarde de un día de semana y ambos ya habían empezado a evadirse. Solo una chiquita, causa.
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