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Noveno capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán
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De esto quise escapar y no pude. De este barrio que me obligaba a contemplar su propia destrucción, que me decía que yo era parte de él a mi pesar. Me atraía con la presencia de sus veredas adornadas de frágiles malahierbas grises y verdes que brotaban a golpe de humedad en los inviernos adolescentes, hierbajos que nadie arrancaba, que se enfrentaban al paso hostil de los autos cada vez más pesados, modernos y ostentosos, que hoy hacinaban la calle y eran el principal ingreso de la vigilancia: la calle se había convertido en un estacionamiento improvisado. Me alejaba con sus broncas entre pandillas que buscaban controlar la esquina, con el creciente alarde de poder adquisitivo que algunos vecinos equiparaban a bienestar, su patética estampa de nuevos ricos orgullosos de su ínfima cuota de poder, felices con sus camionetas de segunda mano, arrogantes con sus prendas deportivas caras que los hacían sentirse poderosos con vulgaridad ciega, el rostro matutino del típico ejemplar del neoliberalismo vencedor. ¿Para esto vencieron al supuesto terror? ¿Para llenar la calle de arribistas sin más vínculo con su entorno que el precio de sus autos?
En esa biosfera, Perico me hablaba como si hablara con un perdedor, como al fracasado que el mundo me decía que yo era y debía reconocer en mí. Su voz iba preñada del discurso del mundo que buscaba someterme.
—A tu jerma le tienes que cagar el cerebro, causa. La tienes que hacer mierda. Así la dejas marcada —la voz del Perico sonaba a espuma de cerveza. Me alcanzó la botella, bebió del vaso de un solo sorbo y lo sacudió antes de entregármelo.
Esa era la textura del barrio, esa voz. Se escribía con esos símbolos que me atravesaban y a los que intentaba resistirme. Tanto tiempo sin vernos, tan lejos quedaba la época en que rompíamos timbres y esperábamos a que los autos pasaran para seguir jugando a la pelota sobre la pista, y su voz, hiriente como sus patadas cuando por alguna razón nos agarrábamos a golpes, no era suya, era la historia que él llevaba dentro pero que desconocía, la voz de la destrucción, de quienes lo precedían y modelaban. Aunque no me preguntó las razones de mi regreso al barrio, no pudo contener su opinión al intuir los motivos. Me limité a escuchar sus consejos para mi vida marital o lo que quedaba de ella y, mientras bebíamos al lado de la caseta de seguridad, sentado él sobre una silla destartalada que alguien lanzó a la basura y que Martín había recogido, noté que la gata callejera que rondaba el pasaje estaba preñada, nuevamente.
—Mano dura se necesita, compadre. Toda la política es mierda, todos roban. Obvio, si estás ahí, en el gobierno, tampoco vas a ser huevón, ¿no?
Ahora tenía una tregua, pero bajo cada uno de mis pasos en las calles del barrio la vida desaparecía, la invadía esa muerte estática de lo nuevo, del cambio sin dirección, como si el sentido de la comunidad fuera dispersarse, desconocerse. Ya no era la tierra ardiente en la que encontramos aquel verano de 1989, en los jardines del laboratorio que ahora empezaban a demoler, pequeños trapos rojos que llevaban dibujadas una hoz y un martillo y otros signos que no podíamos descifrar, algún tipo de código que reconocerían las personas a las que la bandera iba destinada. Perico, Pacheco y yo corríamos despreocupados con el trapo en la mano, a lo largo de la cuadra en que se ubicaba nuestro pasaje, rumbo a las fábricas. No recuerdo si fue por esos días, quizás antes, que los muros grises de la fábrica de telas Moll y termos y ollas Record, a lo largo de todo el complejo industrial que hoy es el mercado nuevo, aparecieron pintarrajeados con consignas del Movimiento Revolucionario de Defensa del Pueblo. Ahora, mientras bebemos en la calle, mi memoria reúne todo en un solo escenario: hacía allá corríamos, inconscientes de que el barrio se sumergía en una violencia silenciosa que daría paso a otro tipo de aniquilamiento. Habíamos sido un campo de guerra y nunca lo supimos; y esta era hoy la tierra arrasada.
—Si estás presionado, te vas ahuevando. ¿Has visto que los animales enjaulados no cachan? Estar enjaulados les mata todo, pues. Eso te pasa a ti. Tú estás enjaulado en tu cabeza. Piensas mucho, causa.
El vaso en mi mano me interpela, la voz de Perico nuevamente reina y hace que me pregunte si él alguna vez se sintió fuera de todo, hace que imagine, por un instante insostenible, ser parte de este mundo en el que él bucea con certeza y confianza, el de los choros que se organizan para asaltar a los estudiantes de los nuevos institutos cercanos al pasaje, de las mafias de construcción que cada vez rodean más nuestra cuadra y sus disparos al aire o sus abiertas reyertas por obras en disputa, de la ridícula ostentación de los nuevos ricos del barrio. Pienso en eso e inclino demasiado la botella de cerveza, la espuma colma el vaso y empieza a derramarse, como un reflejo de mis pensamientos sobre el mundo. No había hablado con nadie del barrio hacía muchos años, desde que me marché a vivir con Mika, por eso es que volver a beber con Perico para mí era un retomar códigos que había abandonado. La espuma helada en mis dedos, las gotas blancas cayendo al piso, como una nieve que desaparecía al instante, sirvieron para que Perico y Martín rieran y remarcaran nuevamente mi inadecuación al mundo.
—Tienes que aprender a hacer que se sienta culpable, huevón —la voz de Perico se agudiza a medida que la cerveza pasa de mi boca a mi garganta, como si me bebiera el sonido de sus palabras—. Y confundirla. Tienes que hacer que sus emociones y sus pensamientos no encajen. Eso les gusta, causa. Les hace sentir drama. Si te haces el loco, el confundido, les despiertas el instinto maternal y te van a querer proteger, aunque la recontracagues.
Sus palabras volvieron a cubrir mi pensamiento. El vaso en mis labios casi cobró vida, la mano con la que lo sostenía se volvió de piedra. Callé lo que nunca podría decirle y ahora pasaba por mi mente: que sus palabras no le pertenecían, que eran solamente un reflejo débil de una radiación que él no conocería jamás, un orden de cosas del que él participaba y que lo hacía sentirse un individuo concreto. Ese desprecio por los afectos, por el mundo interior de los demás, era la savia que recorría nuestras calles, esa ansia de dominar y sobreponerse al otro, de volverlo objeto, aquella era quizás la única paz que habíamos ganado, la que se sustentaba en el mito del hombre libre y fuerte, del empresario que creaba empleo sin importar en qué condiciones, el que estaba por encima de la moral solo porque daba trabajo a los necesitados.
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