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Noveno capítulo de ‘Ella’, la novela de Pablo Cermeño

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ELLA
Pablo Cermeño
Soluciones Tecnológicas Rospigliosi empezó a funcionar un día de verano, a los treinta y tres años de Carla Rospigliosi. Desde el primer día, estuvo llena de contratos. Carla se había llevado la cartera de clientes de la empresa donde trabajó antes. No tuvo ningún reparo en hacerlo. Como lo veía ella, eran sus clientes. Carla había estado encargada de sus cuentas durante todo ese tiempo. De hecho, creía que la empresa de su antiguo empleador había crecido tanto, gracias a ella. Así que, estaba en todo su derecho, era su momento de brillar.
Empezó con una pequeña oficina ubicada a pocas cuadras del centro empresarial de San Isidro, en el décimo piso de un edificio antiguo. Esto último no le incomodaba, ella no tenía planeado quedarse mucho tiempo allí. Cuando tenía que subir los diez pisos por la escalera, debido a algún desperfecto del ascensor, o cuando la presión del agua fallaba y no llegaba hasta su oficina, en lo único que pensaba era que ya estaba muy cerca de llegar al centro empresarial, el lugar que siempre había deseado. Carla tenía una manera muy particular de ver la vida: no se enfrascaba en el problema, sino que su mirada la tenía puesta en la meta. No sentía los tropiezos del camino, solo disfrutaba de estar cada vez más cerca. Hasta cierto punto, se podría decir que vivía una realidad diferente a la que tenía frente a sus ojos. Eso la hacía incansable, eso la hacía invencible.
Al inicio, su equipo era pequeño. Carla misma desempeñaba múltiples funciones, solo había contratado a las piezas necesarias: dos programadores, Felipe y Juan Carlos; dos diseñadores gráficos, Marco y Lucero; y Mary, la secretaria. Todos ellos, menores de treinta años. El equipo perfecto mientras la exitosa empresa duró.
Casi todas las mañanas, Carla despertaba antes que Luciano, se daba una ducha de agua caliente y salía para el trabajo, luego de tomar una taza de café. Recogía a Felipe, que vivía a la vuelta de su apartamento y siempre la esperaba comiendo una bolsa de papitas fritas, e iban a la oficina. Felipe era un gordito desgarbado, que siempre llevaba la camisa a medio meter en el pantalón. Era un programador extraordinario.
La única persona que llegaba antes que Carla era Juan Carlos, el otro programador. Él despertaba de madrugada para salir a correr. Luego de darse un baño, iba caminando a la oficina. Vivía en San Isidro, a pocas cuadras del edificio donde Carla y su equipo creaban la magia para sus clientes. Era casi tan buen programador como Felipe, aunque bien podría haber sido galán de telenovela. Su sonrisa era de esas que iluminan el día. Estratégicamente, Carla lo ubicó en una zona donde todos los que entraban lo tenían que ver. Marco y Lucero eran los más felices con esa decisión. El delgado diseñador de pantalones cortos y pensamiento contracultura y la encantadora chica de lentes rojos y flequillo estaban secretamente enamorados de Juan Carlos. Desde que llegaban, no dejaban de intercambiar mensajes acerca de lo bien que se veía ese día. Juan Carlos no estaba enterado. Quien sí se había dado cuenta era Mary... ¿De qué cosas no se daría cuenta ella, con sus hermosos ojos de color caramelo? Ella lo veía todo y lo sabía todo. Detrás de ese rostro angelical y su eterna juventud, su mente recopilaba toda la información de lo que ocurría y rápidamente sacaba conclusiones. No se le escapaba nada, ese era el motivo principal por el que Carla había decidido llevársela consigo cuando dejó su trabajo. Para que sea sus ojos y oídos en la oficina. Carla tenía claro que, ante los ojos de Mary, incluso ella estaba siendo observada. Sabía que eso significaba un riesgo. Pero, mientras todo estuviera bajo control, no debería de haber ningún problema. Claro que es imposible tener las cosas siempre controladas. Finalmente, sí ocurrió un problema. Uno grande, quizá el más grande de todos.
El equipo funcionó muy bien. Rápidamente se volvieron casi como una familia. Les fue imposible no llegar a quererse, Carla había creado un ambiente laboral envidiable.
Me resulta difícil de creer el final que tuvieron: desastroso, terrible. Alejados, todos, en la muerte de Carla. Sin nada que decir. Como si quisieran dejar atrás esos cinco años que trabajaron juntos. Olvidarlo y seguir con sus vidas. ¿Qué cosa les pudo haber ocurrido? ¿Qué cosa tan horrible tuvo que haber hecho Carla para que todos ellos la quisieran sacar de sus vidas? Algunas veces, me pregunto qué tan difícil puede ser mantener el rumbo de algo. Despertar todos los días y tratar de hacerlo mejor que el día anterior o, por lo menos, hacerlo igual. Por supuesto, mi vida, simple y monótona, no se compara con la extraordinaria vida de Carla Rospigliosi, que había nacido para comerse al mundo. Ella estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para llegar a la parte más alta del éxito. A ese lugar donde solo hay espacio para uno y nadie más. Ese camino es muy accidentado. Los sacrificios que uno hace pueden costarle la vida.
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