Acaba de producirse en España un último asesinato de mujer a mano de su pareja.
El asesino se entregó voluntariamente a la policía. No es “presunto”. Es “confeso”. La mujer asesinada ya conocía lo que es ser víctima de violencia de género. Su anterior pareja mató a su padre.
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Es la sinrazón que acompaña a esta clase de delitos, que no encuentran explicación alguna. Nada. Ninguna circunstancia da derecho a matar. Ni a tu pareja. Ni a quienes la rodean.
El caso de esa desgraciada mujer es el último de una serie terrible que se ha producido durante el caluroso verano español. Entre todos los supuestos, hay uno que me ha llamado especialmente la atención. Porque, si bien es cierto que siempre he sostenido que no hay patrones, ni reglas, ni extracto social que expliquen la violencia de género, el protagonizado por un español, policía nacional, jubilado y condecorado por el Gobierno, resulta realmente inusitado.
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El protagonista se dirigió a casa de su exmujer, en una localidad barcelonesa, y la mató. Regresó a su domicilio, ubicado en otra distinta, y asesinó a su actual pareja, con la que apenas había iniciado la convivencia, para, a continuación, acabar con su propia vida.
¿Qué pudo llevar a este tipo a cometer tan viles actos? No se sabrá. Además, poco importa. Porque ello tampoco nos va a servir para extraer conclusiones que nos ayuden a evitar futuros crímenes.
Lo único que puede ayudar es no bajar la guardia ante esta realidad cruel. No hacer chistes fáciles alrededor del maltrato a las mujeres. Y, sobre todo, defender el derecho a que las mujeres que se sientan víctimas de violencia de género encuentren, en la sociedad, una respuesta adecuada.
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