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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

De pronto se me terminó el Dormonid y yo abría todos los cajones de la casa y buscaba en las rendijas detrás de las camas y era claramente un adicto desesperado buscando no ya un frasco de pastillas (pensé que las que habían traído mi madre y mi suegra alcanzarían hasta fin de año, pero por lo visto calculé mal y en vez de tomar una por noche tomé tres o cuatro y la provisión se agotó) sino una cápsula azulina, media cápsula, una fracción del hipnótico que, entre todas las muchas drogas que he probado, es la que mejor me ha hecho dormir y más eficazmente me ha colaborado a la felicidad. No encontré un solo Dormonid en casa y en esta ciudad no lo venden y pensé es el fin, me va a dar un infarto, voy a enloquecer. Mari, la nana, un amor, tan querida, se ofreció a viajar a Lima en misión relámpago para traer las pastillas, pero no quise incomodarla a tal punto y se me ocurrió un plan B que pensé que podía funcionar.

Hacía dos o tres semanas me habían operado el pie, una cosa menor, dos uñas torcidas que debieron ser removidas, y la doctora, una brasilera encantadora, me recetó, sin que yo se lo pidiera, unos analgésicos potentes, Oxycodon, un opiáceo. Cuando fui con la receta a la farmacia me miraron con mala cara, porque ya me conocen y saben que me engancho a todo, pero no les quedó más remedio que vendérmelo. Como no tuve tanto dolor en el pie, preferí no tomar esa droga pues sabía lo adictiva que era y lo fantástica que podía ser para mitigar los dolores. Pero ahora no tenía más Dormonids y no quedaba otra alternativa que probar el Oxycodon. Resultó de una eficacia alucinante, superior a la esperada. Me hizo dormir de noche, de día, todo el día. Literalmente, dormía todo el día. A ratos bajaba, me metía a la piscina, flotaba como una foca autista, descerebrada, y luego, desprovisto de toda energía o ilusión, sin ganas de escribir o leer o ir al cine, completamente apático y acojudado, me echaba una pastilla más y seguía durmiendo como un koala cachorrito. Silvia se preocupó porque notó que debido al opio ya no me interesaban siquiera los partidos del mundial ni los asuntos familiares ni nada de nada, era un chino postrado en un fumadero de opio, solo que no lo fumaba, lo ingería en pastillas. Yo me preocupé porque en apenas una semana me había vuelto adicto a un derivado del opio y el tipo de sueño al que me inducía era pernicioso pues me levantaba con más fatiga y el ánimo pesaroso, con ganas de seguir durmiendo como un murciélago marrón hasta el fin de los tiempos.

Silvia hizo una cita con un siquiatra y me llevó. Desconfío de los siquiatras, me ha ido mal con ellos, pero pensé qué más me queda, no hay Dormonids, no puedo seguir matándome con el Oxycodon, vamos a ver si este siquiatra atina y sugiere alguna droga alternativa que me haga dormir bien y que me deje lúcido y en lo posible, sin exagerar, laborioso. El siquiatra era neoyorquino, tenía el pelo pintado de rubio y cobraba una fortuna, cuatrocientos dólares la hora. Solo verle el pelo me hizo desconfiar visceralmente de él. No puedo confiar en un hombre que se tiñe el pelo y lo hace de una manera tan chapucera o impúdica que no le importa que los demás lo noten. Es como tener a un siquiatra que tenga puesta una peluca: algo está mal, algo en ese tipo es falso y no resulta confiable, si no puede aceptar sus canas o su calvicie, qué carajo va a saber decirme cómo gobernar mis locuras, mis pulsiones autodestructivas. Soy el hijo de un loco y una loca, la locura está en mis genes, es mejor resignarse a ello, aceptarlo y tratar de medicarse. La locura, por supuesto, no se cura, pero uno puede calmarla, domar a la fiera, enjaular a la bestia.

El siquiatra, con su airecillo de sabihondo, me dijo: Lo noto adormilado. Me irritó que usara esa palabra y advirtiera algo extraño en mí, si me había conocido hacía minutos. No estoy adormilado, estoy tranquilo, le dije. Luego añadí, y no era necesario pero me salió la mala leche: Quizá usted está acostumbrado a que sus pacientes le hablen con brusquedad. Ya entonces el siquiatra y yo éramos enemigos y lo que siguió fue una esgrima verbal. Al final me recetó dos drogas que no conocía en absoluto: Trazodone y Temazepan. Me aseguró que me harían dormir profundamente ocho horas, sin interrupciones. No le creí. Pensé, y no se lo dije claro, que me había prescrito unas drogas funestas con la intención de matarme. Silvia me llevó a la farmacia, me miraron con espanto cuando vieron otra receta de otro doctor (tengo una mafia de doctores cubanos de Hialeah que opera a mi servicio las veinticuatro horas y pasa por fax todas las recetas que les pida) y me dieron las pastillas blancas.

Esa noche no perdí la vida porque mi madre reza por mí o mis hijas viajeras necesitan que les pague las cuentas un tiempo más. Tomé las drogas con grandes reticencias, me vino un dolor opresivo en el pecho, pensé que me daría un infarto y luego dormí fatal hora y media y desperté con el peor dolor de cabeza que recuerde. Claramente, el siquiatra me había dejado peor de lo que estaba.

Aturdido por los dolores y la sevicia del insomnio, recurrí a la caja fuerte, que es donde guardo los tesoros: la hierba buena, los opiáceos, centenares de Xanax que me vende por lo bajo un boricua que viene en moto, a dos dólares el Xanax y a cinco el Viagra. No era momento para inducirme un Viagra, desde luego, ya tenía el corazón bailando un merengue, así que fumé, me eché el opiáceo pernicioso, me deslicé un atado de seis Xanax al hilo como en los viejos tiempos y recurrí a un sedante gratuito, de probada eficacia: una paja rabiosa. Tal combinación me sumió en un sueño leve, visual, lleno de imágenes absurdas y diálogos en inglés y encuentros con celebridades (Shakira, le declaraba mi amor) y políticos (Aznar y Uribe, conspirábamos para derrocar a Maduro), y cuando desperté había salvado la vida, me había recuperado de la emboscada del siquiatra neoyorquino, que seguramente me odió porque llevo con jactancia una melena frondosa, con olas mariquitas, con un cerquillo que parece la hoja de una palmera, y él en cambio lucía un pelito mustio, moribundo, y además pintado de un rubio anaranjado que parecía la alfombra barata de un hotel para parejas de paso en Hialeah, frente al río Okeechobee.

Ya me recuperé. Buscando y rebuscando, investigando, recurriendo a mi mafia de doctores cubanos que en realidad son enfermeros no titulados en La Habana o espías comunistas que quieren matarme simulando ser mis amigos, encontramos que en ciertos hospitales de la ciudad se usa el Midazolam, que es el compuesto del Dormonid, en forma oral, como anestésico simple. No puedo entrar en detalles, pero tengo dos botellas de Midazolam en la caja fuerte y las quiero casi tanto como a mis hijas. Me aplico un trago corto y justiciero y por fin vuelvo a dormir como un santo, un beato, como el Papa argentino, sin que la memoria me atormente ni la culpa me envenene, todo el pasado que es un lastre se diluye y esa pócima morada, de regusto amargo, me pone tan contento, tan risueño, tan desmesuradamente de plácemes que parezco mi padre cuando se echaba un whisky más o mi madre cuando va a la televisión a hablar contra el aborto terapéutico, Dios la bendiga y la tenga en conserva.

El peligro no es ser loco, el peligro es no saberlo y no medicarse. Lo sé desde niño. Por otro lado, he terminado siendo idéntico a mi madre: ella no puede vivir sin sus ficciones religiosas y escapa de la realidad para encapsularse en las nubes calmantes, apacibles de la fe, y yo no puedo vivir sin mis ficciones químicas y huyo con parejo espanto de la realidad y busco de otra manera el paraíso, el nirvana. La paz que ella encuentra rezando con devoción la encuentro yo echándome un trago corto de Midazolam. Somos adictos a distintos tipos de alquimia. Y cómo nos gusta ir a la televisión a predicar, somos igualitos.

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