Ir al cine a ver Vaguito, justo en el Día del Trabajo, ya era una señal, un guiño de lo irónico que puede ser el destino. Sin embargo, Lucía, la chica más apolítica que conozco, lo había decidido y no había forma de hacerla cambiar de opinión. Y, la verdad, ni siquiera lo intenté. Después de todo, hay que saber elegir las batallas. Llegamos diez minutos antes de la función. Compramos el popcorn y las gaseosas de rigor, e ingresamos a la sala uno. “Mira”, me dijo, “está repleto”. Un par de minutos después, las luces se atenuaron y empezó la proyección de los trailers de los próximos estrenos. Fue cuando Lucía lanzó un gritó: “¡Pucha, no!”. “Qué pasó”, le pregunté, preocupado. “Nos olvidamos los nachos”, me respondió y me miró con una expresión desencajada, colmada de angustia, como si de pronto hubiera advertido que había olvidado cerrar la puerta de su casa.

Salí de la sala con una misión ineludible: llevarle los nachos con queso cheddar cuánto antes, de preferencia, antes de que termine la película. Di un suspiro al ver el mar de colas malignas. No solo eran inacabables, sino que, además, se veían endiabladamente intrincadas, parecían entrelazarse y cruzarse las unas con las otras, y las otras con las demás. A pesar de todo, y a duras penas, logré encontrar el final de una y me paré detrás de la que, a todas luces, era la última persona. Y así, apelando a todo el estoicismo del mundo, o al menos de todo el que anida en mí, quedé resignado, aplastado por las circunstancias y dispuesto a esperar todo el tiempo que fuera necesario, y más todavía.

Y resultó que “el tiempo que era necesario” iba a ser mucho más del imaginado. El sistema de las cajas había colapsado y las colas se habían congelado. Ya no era asunto de rezar para que avancen, el tema era cruzar los dedos y esperar que, aunque sea, no retrocedan. Tres o cuatro minutos después, sentí que mi celular vibró en mi bolsillo izquierdo. Revisé y era un mensaje de Lucía: “Apúrate que ya empezó”. Ya estaba pensando en cómo decirle que el que se tiene que apurar no soy yo sino todos los seres humanos que están delante de mí, cuando sentí que, de súbito, alguien me daba unos golpecitos en la espalda. En seguida volteé y, al ver de quién se trataba, me sorprendí tanto que tardé unos segundos en reaccionar. Ahí, frente a mí, estaba Antauro Humala, el exmilitar, el rebelde, el etnocacerista, el homicida, el hermano renegado de Ollanta, el cuñado de Nadine y el hijo predilecto de don Isaac.

Antes de preguntarle por qué había utilizado mi espalda como una puerta, Humala me lanzó: “Yo estoy detrás”. Rápidamente, comprendí la naturaleza de la situación. Ahí se estaba formando un conflicto, un posible enfrentamiento, un duelo sin par. Sin embargo, antes de pedirle decimonónicamente que elija sus armas, preferí apelar a la paciencia y a la amabilidad.

—Disculpa, pero cuando vine no había nadie acá.

—¿Me estás diciendo mentiroso? —me respondió.

—No, lo que estoy diciendo es que cuando vine no había nadie y ya llevo aquí varios minutos— en realidad, debí decir “algunos pocos minutos”, pero así sonaba mejor.

—Entonces sí me estás diciendo mentiroso.

—Tómalo como quieras.

Humala miró a sus alrededores, como si estuviera preparándose a hacer —o a hacerme— algo, y luego volvió a mirarme.

—La cosa es así. Yo he estado detrás del señor, así que estás en mi sitio.

—Disculpa, pero no me voy a mover.

—Te repito que estás en mi sitio.

—Aquí los sitios son de los que están y yo estoy aquí.

—¿Cómo dices? —me preguntó.

—Que este es mi sitio.

—Esto ya me está cansando.

—Por último, ¿yo cómo sé que has estado aquí antes?

De pronto, mientras íbamos intercambiando palabras, el sistema volvió a funcionar y la cola empezó a fluir con una rapidez cinematográfica. Y así, sin detener nuestra batalla verbal, nos acercábamos cada vez más al lugar de atención.

—A mí nadie me llama mentiroso, así que si no quieres que la cosa se ponga fea, mejor te sales de una vez.

—De aquí nadie me mueve— respondí con una seguridad y una valentía que no me conocía y que —era lo más probable— habían aparecido inspiradas en Lucía, o en los nachos con queso cheddar.

A esas alturas, ya nuestra cola había crecido y, por lo menos diez personas, se habían colocado detrás de Humala. Tanto ellos como los que estaban delante de mí parecían divertirse con nuestro involuntario espectáculo. Algunos se mostraban a mi favor, otros también. La mayoría ya tenía sus celulares en ristre, ansiosos de viralizar el lance.

—Mira —me dijo—, no quiero hacer escándalo.

—Claro, porque no te conviene. Después vas a salir en las noticias.

—¿Me conoces entonces?

—Obvio que te conozco. Y déjame decirte que mentiroso no es lo peor que te pueden decir.

Humala se sonrojó y me arrojó una mirada rabiosa.

—Ten cuidado con lo que vas a decir —me advirtió.

En ese instante, de golpe, advertí que ya solo faltaba una persona más para que me atiendan. Entonces, como que desperté, me sacudí del enojo y volví a calibrar mis fuerzas para el objetivo principal. Ya despejado, pude escuchar que la chica que atendía le comentó a su compañero que solo quedaban un paquete de nachos. Bastó esa frase aparentemente inocua para revelar un hecho inesperado que propició la guerra final: Humala había salido de una de las salas para comprar nachos a su novia.

De ahí en más todo ocurrió como en cámara rápida. Humala se precipitó y se puso junto a mí, de tal manera que ahora los dos estábamos frente a la chica. Y la pobre, confundida, no sabía a quién debía atender. Hubo forcejeos, empujones y no faltaron las afrentas, los improperios, los insultos puros y duros. Gracias a la gentil invitación de los hombres de seguridad, terminamos ambos fuera de las instalaciones del cine y sin nacho alguno. Humala entonces me miró como queriendo desquitarse conmigo. Yo estaba tan enojado que no me pareció mala idea recurrir a mi lado reptiliano y abandonarme a la violencia. Después de todo, el día ya se había arruinado. Sin embargo, la vibración de mi celular me interrumpió. Eso me ayudó a respirar hondo, calmarme y alejar de mí los malos pensamientos. Entonces, miré la pantalla y ahí estaba, esperándome, el mensaje de mi querida Lucía: “Ya no quiero nachos. ¿Habrá chocolates?”.


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