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[OPINIÓN] César Luna Victoria: “El olvido de la memoria”
“¿Por qué, entonces, se recuerda más a Barrios Altos y La Cantuta? Porque la memoria total es imposible, siempre hay una selección…”.
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Cuartel Cabitos, 136 desaparecidos en el gobierno de Belaunde (1983 y 1984). Penales (El Frontón, San Juan de Lurigancho y Santa Bárbara) y Cayara, 340 muertos en el gobierno de García (1986 y 1988). Barrios Altos y La Cantuta, 35 muertos en el gobierno de Fujimori (1991 y 1992). Son algunos de los asesinatos del Estado en la guerra contra Sendero. Ocurrió que, en el cuartel Cabitos se torturó por casi dos años a decenas de personas y, para desaparecerlas, se cremaron sus cuerpos en un horno artesanal; que, en los penales de Lima, luego de un motín, se asesinaron a presos rendidos; y que, en Cayara, durante todo un año, se masacraron a comuneros bajo la sospecha de colaborar con Sendero. Si cabe, estos asesinatos fueron planificados por más tiempo, se ejecutaron con mayor crueldad y produjeron más víctimas que los otros. ¿Por qué, entonces, se recuerda más a Barrios Altos y La Cantuta? Porque la memoria total es imposible, siempre hay una selección, que elije olvidos y silencios. Pero ¿qué se recuerda y qué se olvida? Eso depende de la persona que narra el pasado, de sus intereses, de sus conocimientos y, también, de las circunstancias que activan esos recuerdos y esos olvidos (Elizabeth Jelin en “Los trabajos de la memoria”).
Hace 20 años, cuando se entrega el Informe de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (CVR), Toledo encabezaba la recuperación democrática. La historia la escribirían los vencedores de esa escena oficial: Fujimori era el malo. La CVR se alineó en ese discurso. No imputó responsabilidad en los asesinatos a Belaunde ni a García porque habían sido presidentes elegidos democráticamente, pero sí a Fujimori porque había dado un golpe de Estado (conclusión 36). Así prosperaría la tesis de que Fujimori era el autor mediato de los asesinatos porque se infería que desde ese poder tenía una relación directa con los grupos que ejecutaron las violaciones (conclusión 68) y que había manipulado el conflicto armado para permanecer en el poder (conclusión 104). Esta tesis sería el argumento clave para condenarlo. Pero eso tendría un precio. La CVR y todo su informe fueron descalificados por esa gran parte del país que aún simpatizaba con Fujimori.
Esa antipatía impidió que, con serenidad, se revalorara el enorme trabajo de la CVR. Los dos primeros capítulos del informe (“Los periodos de la violencia” y “El despliegue regional”) son valiosísimos para entender el contexto en que se desarrolló la guerra interna. ¿Fue solo la demencia de Abimael Guzmán y sus universitarios en Sendero? (Carlos Iván Degregori en “Qué difícil es ser Dios”). Ahora entendemos que no fue solo eso. Hay un dato doloroso por explicar: la inmensa mayoría de víctimas fue campesina, andina, quechuahablante, analfabeta y pobre. Demasiados muertos, casi 30,000 solo en Ayacucho, el 38% del total. La versión inicial era étnica: los campesinos estuvieron entre dos fuegos, eran los buenos salvajes (Informe Vargas Llosa, caso Ucchuraccay). La verdad es que Ucchuraccay lideró un movimiento campesino que se enfrentó a Sendero y, paralelamente, fue atacado por el mismo Estado (Ramón Pajuelo). Fue una guerra de a tres, hasta que el Estado entendió que debía aliarse con los campesinos. Así se ganó la guerra en el campo. Sendero tuvo que huir a las ciudades.
Los campesinos se levantaron por frustración, porque las promesas republicanas (la reforma agraria de Velasco y la educación de Belaunde) no les alcanzaban. Ese es el mismo Perú rural que sigue viviendo de una agricultura que no prende, que ha sufrido por falta de fertilizantes, que sufrirá por las sequías de El Niño, que no tiene servicios públicos y que 30 años después no sabe para qué ganó la guerra. Lamentablemente, el 77% ignora el informe de la CVR o tiene una opinión negativa (IEP). Ese es el olvido que se debe recuperar. La reconciliación no es solo justicia contra los crímenes; se alcanza, sobre todo, con una “economía política del perdón” (Kimberly Theidon en “Entre prójimos”). Es la promesa por cumplir, antes de que sea tarde, otra vez.
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