Foto: GEC
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La virtud es, valga la redundancia, virtuosa. No se agota en la bondad de sus consecuencias directas. Tiende a multiplicarse por medio de la emulación, la imitación y la admiración.

La mediocridad, en cambio, es degenerativa. Va degradando nuestro entorno. Nos vuelve conformistas y poco exigentes con los demás y con nosotros mismos.

Hay una clara relación entre la libertad y los grados de virtud o mediocridad en los que vivimos. La libertad, entendida como la capacidad de confiar en que, mediante nuestras decisiones voluntarias, podemos alcanzar un futuro digno, es antinómica con la mediocridad. Confiar en que otro podrá decidir mejor que nosotros lo que es bueno para nosotros es síntoma de ausencia de virtud (o al menos de falta de confianza en ella).

Y, así, la falta de libertad abre la puerta de la mediocridad. Privados de ella, nos volvemos conformistas y renunciamos a usar nuestras capacidades para mejorar. Es cierto que la libertad no te asegura que serás mejor. Pero la falta de libertad sí te asegura que serás peor.

El Perú es un país atrapado en su propia mediocridad. Y no es que haya sido nunca particularmente virtuoso. Pero lo cierto es que, en los últimos años (digamos unos doscientos), lo que ha caracterizado a la política es una continua y sostenida reducción de nuestras libertades. Entonces, los sucesores en el ejercicio de la política (en el Poder Ejecutivo, en el Congreso y en la opinión pública) se han ido tornando en más y más mediocres pues han creído (o nos quieren hacer creer) que limitando la libertad nos hacen un bien. Al hacerlo, nos han quitado la responsabilidad en nuestras acciones. Si no soy libre, las consecuencias en mi vida ya no dependen de lo que hago. Y con ello nos volvemos irresponsables. El paso siguiente es culpar a todos los demás de nuestra situación.

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Los últimos acontecimientos son muestra de esa mediocridad intensa e imprudente. No me refiero solo, ni principalmente, a las libertades económicas. Sin duda, decidir dónde invertir, qué comprar o vender, dónde trabajar, a quién contratar, dónde vivir, son decisiones centrales en mi destino. Pero también lo son por quién votar, en qué partido político participar, pensar y expresar mis ideas sin limitaciones, decidir de quién enamorarme o con quién casarme, al margen de su sexo o su género, cómo educarme y educar a mis hijos, cuándo morir y cuándo seguir viviendo, andar por la vida sin ser acosado o acosada, ser libre de intimidación o extorsión, salir de mi país o regresar a él, criticar al gobierno o aplaudir su gestión.

Todo eso está en riesgo. Y no lo está desde las últimas elecciones. Lo está desde que aceptamos que el Estado se haga cargo de esas decisiones inherentes a mi humanidad, y al hacerlo nos condene a ser irresponsables de lo que hagamos con nuestro destino.

Y regreso al comienzo. La libertad es presupuesto para alcanzar la virtud porque, en su ausencia, no podemos diferenciar la virtud de la mediocridad. Así nos condenamos, hace décadas, a vivir y ser gobernados por personas sin mérito, sin capacidad y sin dignidad.

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