Ha muerto Alberto Fujimori, el hombre que marcó con fuego la política nacional de las últimas décadas. Polarizó al país, generó odios, amores y fanatismos extremos. Sacó al Perú del desastre económico del Gobierno de Alan García, logró descabezar el terror de Sendero Luminoso y el MRTA, pero también se llevó por delante la democracia, los derechos humanos y la honestidad.
Dejó una economía ordenada y en crecimiento, y un país sin violencia terrorista, y eso se reconoce, pero también la nefasta “cultura combi”. El liberalismo ultra convirtió al país en un lugar donde solo sobrevive el más fuerte y el más “vivo”. Hizo lo que había que hacer cuando llegó al Gobierno, pero no fue capaz de transformar eso en un Estado moderno, eficiente y honesto para construir un país donde el bienestar y la justicia alcancen a la gran mayoría.
Para algunos, el autoritarismo era intrínseco a él; para otros, quebrar la democracia era inevitable para sacar al país del desastre. Lo cierto es que las decisiones de su gobierno polarizaron de tal manera que fueron la génesis de una suerte de fenómeno social, o un estado de ánimo, que ha sido determinante en los últimos años de la política nacional, el antifujimorismo.
En 2016 y 2021 Keiko Fujimori perdió la presidencia por alrededor de solo 40,000 votos, y justamente el antifujimorismo tuvo un papel preponderante en esos resultados. Ahora, con la muerte de Alberto Fujimori, la gran interrogante es qué tanta influencia tendrá ese antifujimorismo en las elecciones de 2026.
Utilizar la imagen de Alberto Fujimori como símbolo en las próximas elecciones deberá hilarse muy fino. El recuerdo del ‘Chino’ puede servir para atraer votos nostálgicos y agradecidos de los noventa, pero también puede ser el combustible que necesita el antifujimorismo para mantenerse vivo.
Recuerden que 40,000 votos no son nada.