Los ciudadanos necesitamos de políticas territoriales que atiendan problemas sociales, señala la columnista.
Los ciudadanos necesitamos de políticas territoriales que atiendan problemas sociales, señala la columnista.

Con tanto alboroto político nacional, las elecciones regionales y municipales han pasado a un segundo plano. Entre los cambios de gabinete, las persecuciones al corrupto de turno, las renuncias que no son aceptadas y los delitos sexuales y malcriadas agresiones de los congresistas, es natural que la atención se centre en estos temas y casi no se ofrezcan espacios para discutir sobre lo que necesitan nuestras ciudades y territorios. Muchos candidatos a alcaldes y alcaldesas están pasando piola, pues hay pocos recursos destinados a encontrar los cadáveres que guardan en sus clósets o, peor aún, que exhiben sin vergüenza.

Mientras tanto, los ciudadanos necesitamos de políticas territoriales que atiendan problemas sociales. Ahora no es suficiente con atender a los problemas de tránsito o de recojo de basura; tampoco basta con intentar hacer frente a la inseguridad. Lo que se requiere es de autoridades sensibles a las necesidades sociales de sus vecinos y vecinas. Que se atrevan a hacer frente al hambre y a la desnutrición, que creen empleo local y promuevan el emprendimiento, que protejan a la infancia y a las adolescentes y mujeres las libren de agresiones. Que las calles de sus jurisdicciones sean espacios seguros y libres, que puedan ofrecer oportunidades a los muchos migrantes que se han asentado en nuestro país y que son también parte de la población a la que deben atender.

En el caso de Lima, no hay que ser pesimista para avizorar la desgracia hacia la que nos encaminamos como ciudad. Nos encontramos nuevamente en ese punto en que es posible ver hacia atrás —para valorar lo que se hizo, no se hizo o se hizo mal— y mirar hacia adelante —para proyectar lo que queremos, podemos y trataremos de hacer—. Y lo que vemos es escalofriante. ¡A ambos lados!

Nuestra querida Lima ha sufrido en carne propia la falta de visión de lo que es una ciudad pensada en las personas —la han abierto para construir by-passes suicidas con cuello de botella—. Vivimos en una jungla de cemento con bestias sobre ruedas; con ríos que no llevan vida, sino que nos la quitan. Durante décadas olvidada, nuestra ciudad —y nosotros, sus ciudadanos— se ha rendido ante su oscuro destino, como quien tira la toalla, pero muy lentamente. Una muerte lenta. Un lento atardecer hacia la nada. El futuro es el ojo de Mordor.

A menos que en lugar de recitar “Masa” de César Vallejo, optemos por otro de sus afamados poemas, porque hay, hermanos, muchísimo que hacer.