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(OPINIÓN) Mariana Alegre: Lima, una ciudad de plástico
El recientemente inaugurado Malecón Castagnola nos ofrece una definición perfecta de lo que representa la capital como proyecto urbano. Tal como bien indica Ruben Blades en su famosa canción, Lima sería una de esas ciudades de plástico, de esas que no quiero ver.
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El recientemente inaugurado Malecón Castagnola nos ofrece una definición perfecta de lo que representa la capital como proyecto urbano. Tal como bien indica Ruben Blades en su famosa canción, Lima sería una de esas ciudades de plástico, de esas que no quiero ver. De edificios cancerosos y un corazón de oropel.
Es importante dejar en claro que no se está criticando la necesidad de realizar una obra que sirva para evitar más derrumbes en la Costa Verde. Al contrario, esto no solo es deseable, sino que es ineludible para garantizar la seguridad de las personas y mitigar los riesgos y la vulnerabilidad. Sin embargo, ¿cómo se logra entregar una obra que goza de tantos defectos en su diseño y ejecución?
Este malecón es aquello que hacía falta para terminar de entender la absurda fragmentación de la Costa Verde y la incapacidad de gestionar integralmente un espacio público con carácter metropolitano. Es continuar con la ceguera de atender las urgencias pero no planificar el futuro. Es persistir en la absurda idea de que la autopista es lo que importa y darles la espalda al mar, a la costa y a todo su potencial.
No es suficiente con el poste que atraviesa la pasarela peatonal y que nos recuerda los muchísimos obstáculos que encontramos en el día a día cuando caminamos por veredas plagadas de equipamiento urbano mal ubicado. O cuando como ciclistas debemos sortear hasta árboles y, por supuesto, muchísimos autos parqueados cuyos conductores siguen sintiendo que esa ciclovía se encuentra ubicada en territorio que les pertenece.
Tampoco son suficientes las bancas de cemento expuestas al sol en las que no se nos ofrece sombra para refrescarnos. Lo vemos así en demasiados espacios públicos a los que incluso se les arrancan los árboles a pesar de que estos nos dan servicios ecosistémicos que reducen el calor. Tampoco basta con una pasarela que cuente con un solo ingreso-salida, haciendo que el espacio sea dependiente de seguridad constante o que se incrementen las posibilidades de ser víctimas de la inseguridad ciudadana. Esto es como si replicáramos los muchos muros ciegos, los pampones desolados y oscuros, y los callejones sin salida que han sido escenario de grandes sustos y demasiados crímenes.
Pero quizá el símbolo más potente de la mediocridad de nuestra ciudad sea la inclusión decorativa de esta alfombra verde que imita al grass y que determina aquello que más nos duele: que estamos frente a una ciudad sintética, que Lima es una ciudad artificial. Que no solo no sabe lo que quiere, sino que busca aparentar aquello que no es. Ahora tenemos un símbolo permanente para recordárnoslo: una isla de un falso verde que quiere ser jardín pero no lo es. Un espacio público forzado y sin espíritu. Un lugar que solo será memorable gracias a que es feo y es de plástico. Un eterno recordatorio de que Lima se nos muere cada día más.
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