Todos los días, temprano, muy temprano, cuando la luz diurna todavía no termina de disolver la oscuridad de la noche, el profesor Ricardo Gareca, director técnico de la selección peruana de fútbol, sale a correr. Pese a sus intentos de no ser reconocido –la capucha del buzo le cubre la cabeza y casi todo el rostro–, su figura alargada y los mechones que le caen por la frente lo traicionan. Por ello no se alarmó cuando, doblando una esquina, apareció un hombre para saludarlo y pedirle, por favor, un selfie. Gareca se detuvo para complacer al hincha, cuando, de súbito, cuatro tipos aparecieron y lo conminaron a subirse en la camioneta que, con el motor encendido, estaba esperándolos. Apenas vio sus rostros, Gareca supo reconocerlos: eran hombres de la seguridad de Pedro Castillo. Hacía un par de meses, ellos mismos lo habían llevado, a la fuerza, a una cita con el presidente. Ahora, al menos, habían mejorado los modales.