Todos los días, temprano, muy temprano, cuando la luz diurna todavía no termina de disolver la oscuridad de la noche, el profesor Ricardo Gareca, director técnico de la selección peruana de fútbol, sale a correr. Pese a sus intentos de no ser reconocido –la capucha del buzo le cubre la cabeza y casi todo el rostro–, su figura alargada y los mechones que le caen por la frente lo traicionan. Por ello no se alarmó cuando, doblando una esquina, apareció un hombre para saludarlo y pedirle, por favor, un selfie. Gareca se detuvo para complacer al hincha, cuando, de súbito, cuatro tipos aparecieron y lo conminaron a subirse en la camioneta que, con el motor encendido, estaba esperándolos. Apenas vio sus rostros, Gareca supo reconocerlos: eran hombres de la seguridad de Pedro Castillo. Hacía un par de meses, ellos mismos lo habían llevado, a la fuerza, a una cita con el presidente. Ahora, al menos, habían mejorado los modales.
Pocos minutos después, Gareca ya se encontraba en una de las oficinas de Palacio de Gobierno. Casi al momento, apareció Castillo.
–Profesor Gareca –dijo–. Espero que mis muchachos lo hayan tratado mejor que la vez anterior.
El director técnico lucía un rostro adusto.
–Yo sé que usted es el presidente y tiene todo mi respeto, pero le voy a pedir algo. Si alguna vez quiere conversar conmigo, solo tiene que llamarme. ¿Vio?
Castillo asintió con la cabeza. Luego tomó asiento en una de las pocas sillas que poblaban el ambiente.
–Entiendo, pero en defensa de mi gente, debo decir que hace un par de semanas que usted se viene negando en venir a verme.
–¿Y cómo iba a venir si no estaba en el país? Acuérdese que he estado completamente dedicado al repechaje.
–Bueno, solo sea por eso.
Un mozo ingresó al lugar. Se inclinó haciéndole una venia a Castillo y luego otra, más prolongada y sentida, a Gareca.
–Para mí realmente es un honor poder atender a una persona que ha hecho tanto por el Perú.
–Gracias –dijeron, al mismo tiempo, Castillo y Gareca.
–No, yo estaba hablando del profesor –dijo el mozo, señalando a Gareca.
–¿Y yo qué soy? –preguntó Castillo, con evidente fastidio.
El mozo miró a Gareca y este le devolvió la mirada. Luego volvió a poner los ojos en dirección a Castillo. Era evidente que no sabía qué responder.
–¿No me vas a decir nada? –preguntó Castillo, ya visiblemente molesto–. Te he preguntado qué soy yo. Mira que si no me respondes te despido.
–Es que si le respondo qué es usted me va a despedir igual.
–Señor presidente –intervino Gareca–, no le haga caso. Y, ¿no vio que el pibe está nervioso?
Castillo miró al mozo y este empezó a temblar.
–Está bien. Anda nomás, si quiero algo te paso la voz.
El mozo dio un respiro de tranquilidad. Susurró un gracias mirando a Gareca y se fue.
–Vayamos a lo nuestro –dijo Castillo.
–Sería bueno saber por qué estoy aquí.
–Le cuento. Yo tenía la esperanza de la clasificación al Mundial. ¿Se imagina cómo estaría el país ahora? Todos hablando de los partidos que se vienen, de nuestros rivales en Qatar, y la gente comprando a manos llenas polos, vinchas, y esas cosas que se ponen los árabes en la cabeza, y ni le digo lo que hubiera sido la venta de televisores.
Un gesto de tristeza aflora en el rostro de Gareca.
–Y, sí, ha sido una gran decepción.
–Y eso no es lo peor de todo. Lo peor es que ahora en lugar de hablar de fútbol, todos hablan de mis sobrinos, de Karelim, de Pacheco, de Zamir y de los cien grandes de Silva. Y todo porque no llegamos al Mundial. ¿Se da cuenta, profesor?
–Me doy cuenta de que usted está confundiendo las cosas.
–Pero no se preocupe. No lo he llamado para reclamarle nada. Al contrario, a usted el pueblo peruano lo quiere, lo respeta. Es más, si fuera peruano, lo eligen de presidente. Se lo digo en serio, aquí eligen a cualquiera.
–Y, si usted lo dice.
–Le voy a decir para qué lo traje. Necesito que usted se quede y siga siendo el entrenador de la selección. Mis asesores me dicen que sería un gran impulso para mi popularidad si salimos los dos juntos a hacer el anuncio.
Gareca entrecerró los ojos, mientras una ligera sonrisa apareció en su rostro.
–¿Eso le han dicho? –preguntó.
–Sí, pero claro, no basta con que demos la noticia juntos.
–¿Ah, no?
–Claro que no, la clave es que usted diga que quien finalmente lo convenció de quedarse fui yo. ¿Me entiende, profesor?
–Sí, le entiendo.
–De esa manera, la gente va a asociar su nombre con el mío y mi aprobación va a subir como la espuma. ¿Qué dice, profesor?
Gareca se pasó la mano por la cabeza, reacomodándose su todavía larga cabellera.
–Antes que nada, le repito que le tengo el mayor de los respetos, señor presidente. Ahora, dicho eso, lamento decirle que, primero, no he decidido todavía si seguiré entrenando a la selección. Y, segundo, si me quedo, le aseguro que no será porque usted me lo ha pedido.
Castillo sonrió y movió la cabeza a los lados, como si estuviera respondiendo negativamente una respuesta.
–Pero profesor, hágalo por el país, por los peruanos, por el pueblo, por la gobernabilidad.
–Y, lo siento mucho –dijo Gareca, sentado, casi sin moverse–. Pero, en líneas generales, ya le dije lo que pienso.
El rostro de Castillo pareció ensombrecerse, adquirir una repentina gravedad. Entonces, se puso de pie, dio unos pasos hasta quedar a poco más de un metro de Gareca.
–Dígame, profesor –dijo Castillo, en un tono distinto, agachándose ligeramente, para verlo directo a los ojos–. ¿Es su última palabra?
Por un instante y por primera vez en todo el diálogo, Gareca sintió escalofríos, como si un repentino viento helado le golpeara el cuerpo.
–¿A qué se refiere con “última palabra”?
–A qué va a ser, profesor. Le pregunto si es su respuesta final.
–Y, sí –dijo, ya más tranquilo–. Le repito que lo siento, pero sí, es mi respuesta final.
Diez minutos después de que Gareca se fuera de Palacio de Gobierno –no quiso que ningún vehículo oficial lo llevara–, el asistente del presidente ingresó.
–Gareca dijo que no. Traté de convencerlo, pero no pude –dijo Castillo apenas lo vio entrar–. ¿Y ahora qué hacemos?
–Lástima. Hubiera sido genial una foto de usted y Gareca juntos. De todas maneras, necesitamos que usted salga con alguien muy querido por el pueblo. Mmm, ¿y si hacemos la foto con Photoshop?
–No, mejor sería con Gareca.
–Olvídese de Gareca, señor presidente. Hay que ir por nuestra siguiente opción.
–¿Cuál es esa?
–Vamos a activar el operativo Bambino.
En una empedrada calle del Cusco, donde se encuentra de vacaciones, un hombre nacido en Italia, pero de raigambre peruano, se acerca a un vendedor de artesanías. De pronto, un grupo de hombres lo reduce y lo sube a una camioneta.
–Che cosa succede? –pregunta el retenido.
–Tranquilo, Gianluca. Tú, tranquilo.