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Sexto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán

Julio Durán ha publicado la novela ‘Incendiar la ciudad’ (2002) y los libros de cuentos ‘La forma del mal’ (2010) y ‘¿Y quién eres tú para juzgarme?’ (2017).

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Sexto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
Fecha Actualización
La herrumbre en la base de una de las columnas de la reja me recordó que debíamos coordinar con el guardia el cobro del dinero del mantenimiento. Casi 12 años habían pasado desde que se decidió colocar aquellas dos rejas, una en cada entrada del pasaje, para que cerraran el paso a los autos extraños. A inicios de la década del 2000, los constantes robos a casas del pasaje nos obligaron a tomar dicha medida. Fueron varias las madrugadas en que llegaron camionetas de las que descendían sujetos armados, incluso con ametralladoras, que rompían las puertas de las casas con barras de acero y encañonaban a los sorprendidos y somnolientos vecinos que solo podían guardar silencio mientras saqueaban sus casas. Cinco o seis casas sufrieron robos evidentemente planificados, ejecutados por hombres de estatura alta, espaldas anchas y frialdad inquietante, quienes se dirigían directamente a los lugares en que los dueños de las casas escondían los escasos objetos de valor o ahorros que podían conservar. Los asaltos no tomaban más de cinco minutos: televisores, radios, hornos microondas, equipos de sonido, bicicletas, bolsos y billeteras, todo se subía a las camionetas raudamente, con una disciplina y premura que hizo que muchos sospecharan que denunciar los robos a la policía sería en vano. Así, los vecinos formaron un comité y se reunieron con el alcalde, un abogado aprista que ni siquiera vivía en nuestro distrito y que confundió nuestro pasaje con otro cercano. La idea de cerrar el pasaje vino de los vecinos, pero era necesario pedir la autorización a la alcaldía. Desde finales de los años 90, varios barrios acomodados y de clase media en Lima habían empezado a colocar rejas y tranqueras en sus calles. Para el 2000 las rejas llegaban incluso a colocarse en distritos en los que ni había veredas ni llegaba el asfalto. Al alcalde le importó poco lo que hicieran los vecinos. Hagan lo que quieran si creen que eso va a servir de algo, les dijo a los miembros del Comité Vecinal. Tras una votación en la que participó poco más de la mitad de los vecinos, eligieron a mi madre como delegada del Subcomité de Seguridad.
Cada reja estaba dividida en dos secciones. La parte por la que pasaban los autos se mantenía abierta durante horas del día; la otra era una reja angosta sobre la vereda, por la que entraban y salían los peatones. Mi padre y yo estábamos a punto de entrar a la calle cuando aparecieron dos motos por la avenida, alcanzaron el pasaje y dieron un giro lento con un ruido atronador antes de detenerse en la esquina, a unos metros de donde mi viejo y yo nos encontrábamos. Él avanzó, indiferente, yo miré de reojo a los tipos de las motos que se detuvieron frente al callejón del Cacho.
Cruzamos la reja. Avanzamos y la voz del Cacho llegó hasta mis oídos, un poco perdida entre saludos y gritos, y el sonido de una radio que se encendía y dejaba sonar el ritmo del barrio, el tuntún insolente y vital del reguetón. Los tipos que bajaron de las motos saludaban al Cacho con el barullo de quien marca territorio, una jovialidad exuberante que buscaba acaparar el espacio, sembrar el dominio de su presencia. No necesité dejarme caer dentro de mi abismo personal para leer el lenguaje de sus gestos, ni sumergirme en divagaciones lógicas para definirlos, su corporalidad era la nueva ley imperante de nuestros tiempos.
Desde el fondo de la calle, en dirección hacia nosotros, se acercaban tres jóvenes adolescentes con un celular en el que sonaba una cumbia. Hicieron lo mismo, se dirigían hacia la quinta del Cacho, sonriendo, como si hubieran reconocido la presencia de los visitantes. El sentido de varias de sus palabras era incomprensible para mí, pero llegué a reconocer en su conversación dos o tres términos familiares, pero de significado oculto (batería, pulsea, caño), la sintaxis enrevesada de expresiones desconocidas que compartían como un código. Solo alcancé a escucharlos durante los tres segundos que demoré en alcanzar a mi padre.

Apenas abrí la puerta, vi el papel amarillo en el suelo. Saltaron a mis ojos las letras impresas.

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Intenté no darle importancia mientras ayudaba al viejo a entrar a la casa. Él no notó el papel, solo avanzaba lento, cansado, tratando de llegar al sillón más cercano de la sala. Se dejó caer sobre el sofá de madera y cojines de espuma que mi madre había cubierto con una manta que ella misma había cosido y bordado. Nunca había visto nuestra pequeña sala tan sombría. El viejo tomó aliento unos segundos y luego me pidió que le ayudara a subir al segundo piso.
Al verlo subir las escaleras con tanto esfuerzo y agobio, pensé en lo difícil que había sido para él visitar su pueblo con tal agotamiento y dolor constantes: su cuerpo ya no soportaba el viaje y era triste escucharlo imaginar su propia ausencia en las reuniones y fiestas patronales. Ahora que mi madre no estaba en la casa, ¿volvería él a su pueblo? ¿Podría subir y bajar las cuestas de esas callecitas de polvo y hierba? Apenas ingresamos a la habitación, llamaron mi atención los objetos dejados sobre la cama: su pañuelo de seda celeste que creía haber perdido y el boletín artesanal que editaban sus compañeros de estudios, egresados de la Escuela Normal de Huancayo en los años cuarenta, unas cuantas páginas engrapadas donde se narraban las andanzas de sus colegas. Me pregunté si había sido mi madre quien colocó sobre la cama los objetos, quizás aún sintiéndose responsable por él. Vi a mi padre avanzar hacia la cama y observarlos con una expresión que no pude definir, una mezcla de frialdad y sorpresa. Tardó más de un minuto en llegar para dejarse caer sentado; su rengueo, trabajoso y extenuante, se detuvo por fin. Vino a mi mente el recuerdo de una antigua reunión familiar en que lo vi bailando huaynos a pesar de que las articulaciones de sus rodillas comenzaban a fallar. Su energía al bailar, su desprecio ante el creciente dolor, imágenes inconexas que me asaltaron de repente, como casi todo lo que sucedía en esos días.
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Sexto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín).
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