Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Doce días antes de morir, en el cine Rivagüero, destapó una cerveza, se aferró al micrófono y cantó aquella línea sublime de un tema que nunca pudo grabar: "Como un muñeco de cartón, un día me enterrarán en un viejo cementerio: mi familia sufrirá, mis amigos llorarán, ya no habrá más remedio". 

En ese momento empezó a brindar con sus músicos, con la gente, con Dios. "Salud, Papá", dijo y de pronto el cielo empezó a iluminarse. Llovía. Estaba enfermo de diabetes, pero no se lo había dicho a nadie. Aunque se sentía cada vez más débil, se adueñaba del escenario como ninguno. 

Bailaba hasta empaparse de sudor. Bajaba para tomarse fotos. Regresaba a casa en taxi. Aunque su nombre sonaba a leyenda, uno podía verlo caminando por los barrios más peligrosos de Lima, en los mercados, en algún penal. Nunca le pasaba nada. Nunca le robaban. Dicen que cuando cantaba Chacalón, bajaban los cerros.

Sus conciertos se anunciaban como los 'súper tonos tropicales'. Las radios querían, en primicia, uno de sus nuevos temas. Cuando se presentaba en algún programa de espectáculos —que entonces eran pocos— la gente lo esperaba afuera de los canales para pedirle una foto, un autógrafo. 

Lo llamaban 'Papá Chacalón' y había inaugurado un estilo musical —la música chicha— en un país que antes solo escuchaba y bailaba huayno. Detrás de ese éxito, en medio del huracán de su fama, había todo un fenómeno social: sus letras tenían el susurro lastimado de los , de los provincianos soñadores, de los amantes furtivos, de los carcelarios que esperan pacientes abrazar a mamá, a un hijo, a una novia.

Todo en él representaba el flujo migratorio de la capital: su ropa colorida, su dejo nasal y rítmico, el deseo de triunfar lejos de su tierra y abrazar la felicidad.

Se llamaba Lorenzo Palacios Quispe y había nacido en los pies del cerro San Cosme, entre y , el 30 de abril de 1950. Chacalón aprendió a reconocer la ausencia física y material desde niño: iba a vender tamales, a cargar sacos en los mercados, a lustrar zapatos, a robar ropa o fruta para llevarles a sus hermanos. 

"Tan sólo era un niño, y en esa pobreza qué feliz yo era"

Cantaba en combis y parques, en plazas y mercados, incluso en cementerios, hasta que cumplió dieciséis y conoció a Dora Puente. Tendrían siete hijos. Dora fue el amor, su único amor, «la muchachita de los ojos chinos» capaz de despertarse al filo de lluviosas madrugadas y cruzar la ciudad sólo para visitarlo en su celda de , donde lo habían recluido por herir a un policía en un baile dominical. 

Dora le llevaba ilusión y ropa y, entre ella, viejas hojas de cuaderno para que escribiera canciones. Chacalón escribía para dejarlas regadas por cualquier parte. Para no sufrir. Pero sufría. La soledad lo estaba desintegrando.

Una madrugada, en su casa de El Agustino, la madre de Chacalón moría de un infarto: dicen que la mató la pena. Nunca pudo verla abrazada a una flor. "Señor carcelario: abra la puerta por favor, que quiero ver a mi madre por última vez. Dicen que la llevan en un ataúd". 

De Lurigancho salió un año después, con tatuajes y muchas ilusiones, y al poco tiempo ingresó a la agrupación 'Celeste', donde estuvo durante más de una década, hasta que fundó 'La Nueva Crema', ese fenómeno que lo inmortalizó. 

Grabó más de treinta canciones en un año, el fruto de la melancolía. La más conocida fue 'Muchacho provinciano': "Me levanto muy temprano para ir con mis hermanos, ayayayay, a trabajar. No tengo padre ni madre, ni perro que a mí me ladre, sólo tengo la esperanza, ayayayay, de progresar".

Solo Chacalón pudo ser el creador de esas líneas. No había tanta literatura en ellas, pero estaban cargadas de sentimiento: era el resumen de la vida de muchos de sus seguidores. Chacalón aplacaba la melancolía cantando. Era un gran intérprete. 

Su voz transmitía un fuerte reclamo social. Sus canciones —que incluso ahora son materia de estudios sociólogos— expresan una ideología. Con el fenómeno de su música aparecieron los 'chichódromos', esos lugares adonde la gente llegaba sólo para cantar y tomar cerveza; para ser, durante una noche al menos, un poquito feliz.

Aunque llegó a ser el cantante mejor pagado en su época, nunca se compró una casa lejos de su barrio, ni un auto. Cada mes, en cambio, hacía donaciones a los barrios más pobres de Lima. "Yo sólo vivo y sueño, solo mis sueños me dicen que sí".

Varios grupos intentaron copiar su estilo, esa forma de cantar, esa manera de salir al escenario y estremecer, como si te pudiera tocar. Dicen que una noche, al final de uno de sus conciertos en el , allí donde conoció el miedo y la soledad, Chacalón le dedicó una canción a su madre. 

"Hay una mujer que nos perdona todos los pecados de este mundo: es nuestra madre, santa y divina". Todos los internos empezaron a llorar, a levantar sus cervezas, a bailar con los dedos en forma de cuchilla.

El día en que murió Chacalón, un viernes de junio de 1994, con fiebre y diabetes, convulsionando en una cama de hospital, muchos de sus seguidores hicieron vigilia.

Las primeras fiebres empezaron desde temprano, al amanecer, y aumentaron hacia el mediodía. Antes que le pusieran la última dosis de suero, Chacalón pidió ver a Dora y le dio un beso en la frente. Entonces empezó a cantarle al oído, casi como un susurro, adiós, amor, adiós. No quería morirse.
No podía.

A las dos de la tarde habían empezado a llorarlo, pero Chacalón aún podía abrir los ojos y sonreír. Dicen que antes, mucho antes que su cuerpo empezara a ponerse pesado, Chacalón sonrió: debió haber visto la felicidad o a Dios. A las cuatro y media de ese viernes de otoño, en los brazos de Dora, Chacalón moría.

Su sepelio fue televisado, duró tres horas y media, asistieron casi sesenta mil personas. Se cerraron avenidas y calles, incluso algunos mercados. Hay quienes aseguran que hoy, veintidós años después, Chacalón aún se aparece en el Cerro San Cosme, vestido todo de blanco, envuelto en una luz.

Hay quienes le rezan y lo llevan tatuado en su pecho —a la altura del corazón— o en sus brazos, junto a . En su tumba del , en El Agustino, cada semana aparecen rosas rojas. Pero el guardián aún no puede saber quién las deja, religiosamente, como si se trataran de deseos.

TAGS RELACIONADOS