“No hay una cocina peruana, son muchas cocinas peruanas”, me dice Martínez vestido con un mandil azul y sentado en su oficina de paredes de vidrio, que a la vez son como pizarras de un laboratorio, donde lista insumos y sus detalles. “Muña, cedrón, ortiga”, se lee. Él ha apostado por una cocina progresiva, de innovación. Casi como escuchar a Pink Floyd en Machu Picchu. “Cada vez me sorprendo más con las cosas que veo y que vamos produciendo”, asegura con la curiosidad de un adolescente, que alguna vez fue campeón de skate. Son 10 años en Central y está sobre los 40 años de edad. Es como volver a empezar, le digo. “Y tres años como papá”, añade orgulloso.