Vigésimo quinto capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín)
Vigésimo quinto capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín)

Lo velaron en el barrio, en la sala de su casa, solo su abuela y don Marcial; su madre no pudo llegar de Argentina a tiempo. Pero sí vinieron algunos malandros de otros barrios, muchachos a los que había visto varias madrugadas sentados en las veredas de las esquinas, atentos a la presa o simplemente evadiéndose; varios de ellos llevaban botellas de cerveza en la mano, hablaban a voz en cuello, se empujaban y hacían bromas. Solo me presenté un momento, no me acerqué al féretro, di mis condolencias a la abuela y don Marcial y, cuando salí de aquella casa, vi a Perico y Pacheco conversando con el Cacho. No me acerqué de inmediato y creo que el Cacho lo notó. Tras unos segundos de duda, me acerqué a los tres. Cuando estuve a su lado, Cacho se despidió de ellos dándoles la mano; a mí solo me hizo un gesto con la cabeza. Perico y Pacheco se quedaron callados y solo rompieron su silencio cuando Perico dijo que entraría a la casa a dar el pésame a don Marcial.

—Cacho se ha portado con don Marcial —Pacheco hablaba con indiferencia, parecía que no se dirigía a mí—. Yo sé que te jode, que Cacho es un conchasumare, sí, el huevón está en cosas bien pendejas, que trae gente de mierda al barrio. Ahora mismo está en una huevada con unos tombos que quieren que su gente venda la pasta que decomisaron a otras bandas. Pero no jodas, se ha portado con don Marcial. Ahora van a hacerle un mural a Rencito en la otra cuadra. Puta, causa, no juzgues al Cacho como si fuera el diablo. Yo tengo negocios, causa, y te diré que todos roban, que no hay que ser choro para ser una mierda…

De sus palabras entendí que el mal necesario le era útil, pero yo aún no sabía para qué. Me despedí de él, que se dirigió a su camioneta blanca, eché una larga mirada a los muchachos que bebían en la puerta. No alcancé a ver al Drilo. Supe después que no se dejaría ver por mucho tiempo.

A pocos días de la clase con Dani, tuve que ir a comprar cuerdas para la guitarra. Las que tenía ya habían cedido ante los aporreos constantes, su tensión ya no producía el sonido esperado. Me dirigí hacia una de las tiendas musicales del otro lado del distrito, una zona con parques, bermas amplias y jardines en las fachadas. Me adormecía aquel recorrido, mi cuerpo casi no necesitaba órdenes de mi cerebro, caminaba libre. Siempre fui torpe y nunca aprendí a colocar las cuerdas correctamente en el clavijero, así que llevaba la guitarra conmigo para que las colocaran en la tienda. Todo fue rápido y sencillo, el tipo ni me miró mientras lo hacía. De regreso, me di cuenta de que no quería volver pronto a casa. Así que tomé otra ruta, una que me llevaba por las cuadras finales de la calle paralela a mi pasaje, camino hacia el Callao.

Aquellas últimas cuadras de la calle Castrovirreyna me resultaban fantasmales, mi memoria se sobreponía al escenario. Venían a mi mente la panadería antigua, su pan de yema tibio y las largas colas que podían alcanzar la mitad de la cuadra; las inesperadas broncas entre amigos cercanos, entre eternos enemigos y entre desconocidos al final de alguna fiesta; la primera vez que vi a alguien sacar una chaira en medio de una pelea, aquellos ojos inyectos de ira; los partidos de fútbol sobre la pista, arcos marcados con dos piedras, nuestros cuerpos colisionando, el silencio interior al recibir la pelota y la ansiedad por lanzarla al arco, el tan ansiado gol que era la razón de vivir en esos días; el olor de aquella carpintería, cuyas paredes estaban llenas de imágenes de mujeres desnudas que alcanzábamos a ver desde una reja contigua, y cuyo dueño, un amable señor alcohólico, años más tarde terminaría vendiendo todo después de que su hijo mayor fuera sentenciado por robo agravado e intento de homicidio.

Volví a pensar, con cierto temor, que existía una relación entre la desaparición de mi madre y el colapso del mundo exterior, como si una ley de causalidad hubiera sido quebrantada y ni los fantasmas más terribles de las narraciones de mi madre pudieran superar el terror que esa idea me producía. Los relatos de mi madre, que tanto me habían cansado en los últimos años, ya no vibraban en la casa, ya su corriente y sus imágenes no sostenían el mundo, tampoco el barrio y su pasado, al cual me seguía aferrando para sentir que no perdía la cordura, todo había empezado a colapsar inexplicablemente, rechazándome, enrostrándome mi alteridad y distancia, imponiendo su propia voz, su propio latido ajeno. Algo se había roto en la secuencia de eventos, en el orden de nuestros mitos familiares.

De repente, me di cuenta, como si una bocanada de aire helado entrara en mis fosas, de que las dos grandes quintas antiguas, la pequeña estación de gasolina de una de las esquinas y la vieja sala de billar, cuyo olor a aserrín y licor alcanzaba la vereda de enfrente, habían sido convertidas en depósitos para las grandes tiendas aledañas, y que sus extensos muros, altos y fríos, se imponían sobre esta nueva calle y me convertían, por el solo hecho de recorrerla, en un ente extraño.

Algo estaba pasando y yo no podía descifrarlo. Diafragma, plexo y cerviz me atenazaban, mi cuerpo no significaba nada en el entorno, me sentía cargado de vacío. La calle disolvía mi presencia. En casa, mi padre aguardaba.

Llevaba la guitarra en la mano derecha. Me aferraba a ella.

Yeison era un niño pequeño cuando llamó mi atención por primera vez. Tendría cinco o seis años y ya insultaba en la calle a la joven provinciana que lo cuidaba. Chola de mierda, suéltame. Él quería salir a jugar y ella intentaba impedírselo. Chola de mierda, tú no eres nadie. Jennifer, su joven madre, no daba importancia a esas expresiones. Cosas de niños, señora, no, no piense que yo soy racista, para nada, si todos somos cholos.

Su familia llevaba tres generaciones en el barrio, pero la abuela había dejado la casa para Jennifer y su esposo, empleado de un banco que había congeniado bien con los vecinos, su carácter amable y abierto trasmitía confianza y su habilidad para agradar inmediatamente a cualquiera iba en sintonía con la personalidad de su esposa. Ambos tenían 22 años cuando nació Yeison y celebraron el nacimiento a lo grande: para el primer año del niño, sacaron sillas a la calle, la música invadió el pasaje, una fiesta con payaso, animadora y equipo de sonido. Desde mi ventana pude escuchar aquella vez las voces de ambos padres agradeciendo a los asistentes, felices de compartir su alegría.

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