Vigésimo cuarto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín)
Vigésimo cuarto capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán. (Ilustración de Mechaín)

Mis recuerdos de Renzo eran difusos, creo que lo vi alguna vez en brazos de su madre, una sobrina de don Marcial, Mayte, que en nuestra adolescencia no me dirigía la palabra y siempre conversaba en la puerta de su quinta con jóvenes que venían de otros barrios; una joven cuyos ojos claros y aire misterioso le daban un encanto que luego se perdió cuando fue ganando peso y su rostro comenzó a reflejar el agotamiento por las largas horas de trabajo en el mercado. Recuerdo también a Renzo jugando taps en la vereda, lanzando lisuras a otros chicos de su edad, uno más de la patota de mocosos que reían y que años más tarde se reuniría en las esquinas a beber y fumar hierba. Nunca supe cuándo Mayte se marchó a Argentina, a vivir en los tugurios de las afueras de Buenos Aires y trabajar haciendo trenzas en algún mercadillo con un novio que le había prometido que volverían a Lima llenos de dinero.

Desde los seis o siete años, Renzo quedó al cuidado de su abuela, hermana de don Marcial, una anciana por la cual el muchacho no sentía ningún apego ni respeto. Don Marcial era quien le daba dinero para sus gastos en el colegio, le compraba ropa, intentó pagarle una escuela de inglés a la que el niño nunca asistió. Mi madre decía que don Marcial hablaba sobre Renzo con una mezcla de alegría y temor.

Los linchamientos no eran comunes en el distrito donde dieron el asalto, frente a una estación de gasolina, a unos 15 minutos de nuestra calle. Eran cosa de barrios más alejados, periferias donde la gente se sentía totalmente desprotegida y estaba acostumbrada a tomar la ley por sus manos. La turba furiosa que se le vino encima a Renzo no buscaba ajusticiarlo, vieron que era joven, lo retuvieron esperando que llegara alguna autoridad. Él se resistió, hizo la bronca, pero cuando lo tenían reducido en el suelo, llegó otro grupo de gente, entre ellos otra víctima, una mujer que llevaba a un niño pequeño de la mano. «Es él, él me apunto, él me quitó el bolso», dijo la mujer.

Dos cuadras atrás, Renzo y su cómplice habían asaltado a una mujer que iba de la mano con su hijo pequeño. Renzo la había encañonado y, al tirar de su bolso, la había lanzado al suelo. El niño lloraba aterrado en un instante interminable que en realidad solo duró diez segundos.

—Cuando esta comadre viene a decir que el Renzo casi le mete bala —la voz de Perico hace una inflexión inesperada—, ahí la gente se volvió loca. Lo agarraron a patadas en el suelo, lo chancaron feo. Y algún conchasumare trajo una piedra.

Las imágenes muestran la sangre en la vereda frente a la estación de gasolina. No son más de diez personas las que arrastran y patean al joven, la mayoría observa, algunos de ellos dicen que ya lo dejen, que ya le dieron y que ya viene la policía, otros dicen que no, que igual lo van a soltar y mañana va a estar robando otra vez. El audio del video es invadido por las entrevistas hechas a la madre del niño y a algunos familiares del herido.

—Alguien que asalta a una madre con su hijo —decía uno de los familiares—, ¿qué de bueno puede tener? Imagínese, señorita, que la bala se le escapaba con mi hermana, ahí frente a su hijo. Yo ahora tendría a mi sobrino huérfano. Bien muerto ese choro, señorita. Y ahí tiene a ese joven herido, por suerte no es grave, pero ya ve, señorita. Ya estamos hartos de la inseguridad en esta ciudad, señorita.

Nunca hablé directamente con don Marcial sobre el caso. En esos días, yo aún cobraba a los vecinos el dinero para reparar las rejas y sabía que él tendría la cabeza en otra parte.

—Está jodido con el funeral —las palabras de Pacheco sonaban condescendientes, ocultaba algo, una emoción que yo podía describir. Luego supe que se había acercado a don Marcial para prestarles dinero para el sepelio. Muchos sabíamos que no era un préstamo, sino una donación. Se me ocurrió pedir también una colaboración a los vecinos para enterrar a Renzo, como gratitud a los servicios de don Marcial. Las respuestas de los vecinos, crueles y viscerales, fueron como un oscuro espejo del que había huido tanto tiempo, el estanque de agua podrida que llevaba adentro.

—¿Quieres plata para enterrar a un fumón de mierda? —me decía el dueño del Sheraton—. Yo sé que no se meten con gente del barrio y que su tío ayuda a vigilar los carros, pero no le voy a dar plata a un choro. Es su problema.

—El chibolo estaba pasadazo, causa —dijo un vecino joven que pagó completa la suma para las rejas y solo cinco soles para un arreglo floral para Renzo—. No le voy a dar plata a un huevón que no sabe cuidar a su sobrino o nieto, no sé que era. Yo todo bien con don Marcial, pero no me jodas con eso.

—Le gustaba hacerse el machito, el malo con gente que no se puede defender —no recuerdo cuál vecino dijo esas palabras, pero me impusieron un silencio que resonó dentro de mí durante días—. Una mamá con su hijito, pues… ¿y quieres que me dé pena?

—Yo entiendo que no somos dueños de nada y no debemos juzgar a nadie. Imagínese que fuéramos por ahí creyéndonos jueces. Ahora este muchacho está muerto y don Marcial siempre ha sido amable con todos —las palabras del señor Valdivia me reconfortaban, aunque reconocí que dejaban de lado a Renzo para poner en relieve lo que sentía don Marcial.

Me sorprendió descubrir que la muerte de Renzo no me conmovía tanto, veía indiferente la fatal consecuencia de sus actos. Aunque estaba lejos de celebrar el ajusticiamiento, anidaba una marcada distancia emocional con su muerte. El acontecimiento me marcaba más por don Marcial, su expresión atormentada durante los dos días en que Renzo estuvo internado en un hospital con el cráneo roto, inconsciente, ya en camino a que sus signos vitales se apagaran.

Entre el primer asalto y el segundo solo había pasado un minuto y medio, unas pocas cuadras separaban a la mujer con el niño y la pareja que recibió el disparo.

—Dicen que el primer asalto era el único que iban a hacer, pero cuando ya estaban fugando, el que conducía la moto vio a la pareja desprevenida y le dijo de repente que bajara y le jalara la cartera a la flaca…

—¿Quién manejaba la moto?

—Ese chico que anda con el Cacho, el Drilo le dicen… hace días que no se le ve por el barrio.

Todos se sentían jueces, todos tenían algo que decir sobre una muerte que nos implicaba a todos.

—Si hubieran sido policías disparando contra un joven desarmado, me habría molestado, aunque fuera un choro —me decía un vecino mientras me entregaba una pequeña cantidad de dinero para el arreglo floral—. Pero fueron personas de a pie, fue un acto de defensa. No, por favor, no pongas mi nombre en la tarjeta de la corona. Gracias.

—Más bien, nosotros deberíamos patrullar las calles así, en moto —las palabras de la vendedora de anticuchos de la esquina, que salían de su boca casi sin que ella la abriera, sonaban a un goce secreto pero justo—. Deberíamos romperles la cabeza a todos estos mocosos choros para que no acaben como los que después nos cobran cupo para trabajar. Hace dos días vinieron a amenazar a la tienda de verduras. Así, como esos chicos, en moto. Esa gente no vale nada.

—Qué cobardes, ¿verdad? Pegarle en el suelo, cuando ya no es un peligro para nadie, así entre todos, abusivos fueron con él —la señora Rosa, vecina de la edad de mi madre, abuela de dos jovencitas que empezaban también a perderse, se lamentó de no poder dar nada para el joven, pero dijo entender la situación y prometió estar en el velorio.

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