ELLA

Pablo Cermeño

Luciano no la estaba pasando bien. La novela ni siquiera iba por la mitad y ya se había estancado. Su vida se había convertido en algo rutinario y sin emoción. Se sentaba a escribir durante las noches, pero solo bebía, reflexionando sobre cómo Carla no paraba de crecer, mientras él estaba atrapado en todas esas tareas domésticas que minaban su genialidad.

La vida de la empresaria tampoco era plena felicidad. Se había visto obligada a hacer una llamada telefónica a su gran amiga, Camila Velarde, con quien no hablaba hacía buen tiempo. Carla era una ingrata y Camila lo sabía.

–Hola, Cami. Creo que me vendría bien un café.

–Carlita, cuánto tiempo –contestó Camila–. Claro. ¿Paso por tu oficina en una hora?

–Sí, gracias.

Carla se despidió de su equipo y bajó rápido. La única que sabía con quién estaba yendo a encontrarse era Mary Santibáñez, su secretaria estrella. Mary la había oído hablando por teléfono. Carla nunca se dio cuenta de que su secretaria la escuchaba. Si lo hubiera hecho, quizá no habrían ocurrido las terribles cosas que ocurrieron después.

Ni bien Carla subió en la camioneta de Camila, conectaron como siempre. Eran amigas desde el primer día de colegio, se querían como hermanas y se conocían a la perfección. No se hablaban desde la noche en que Carla celebró la fundación de su empresa, en aquel bar de Barranco.

–¿Donde siempre? –preguntó Camila antes de arrancar.

Carla le sonrió y asintió con la cabeza. Fueron a un acogedor café, en el corazón de San Isidro, adonde iban desde niñas cuando sus mamás se reunían a chismear.

–Dos cafés, por favor –pidió Camila.

–¿Algo más? –preguntó el mozo.

–Dos milhojas de fresas –respondió Carla.

El joven mozo fue por el pedido. Carla dio una mirada al lugar.

–Hace años que no venía acá –exclamó Carla–. ¿Qué pasó con don Vicente?

Don Vicente había sido el mozo del lugar desde la primera vez que Carla y Camila fueron.

–Falleció hace tres años, cáncer de pulmón –respondió Camila.

–Dios, qué pena –dijo Carla, haciendo una pausa antes de seguir–. Sí pues, lo recuerdo siempre fumando.

–Sí. Mi papá trató de ayudarlo. Lo llevó con su médico, pero ya era muy tarde. Murió al poco tiempo.

–Mi tío –exclamó Carla–, siempre queriendo ayudar. ¿Cómo está él?

–Papá está bien –respondió Camila.

El mozo las interrumpió con el pedido. Luego de eso, Camila aprovechó para ir al grano. Era evidente que su amiga tenía un problema.

–Carlita, cuéntame qué ocurre.

Carla se sintió avergonzada. Siempre recurría a Camila cuando estaba mal.

–Debes estar harta de que siempre te busque en estos momentos.

Camila probó su milhojas y sonrió con cariño:

–Oye, tarada, has sido igual desde el primer día de clases y yo sigo acá. ¿No crees que es un poco tarde para decirme eso?

Ambas rieron. Carla también probó su milhojas y se soltó un poco.

–Creo que tengo un problema.

Antes de que pudiera seguir contándole, Camila interrumpió:

–¿Luciano o la empresa?

–¿Por qué asumes que se trata de Luciano o de la empresa?

Camila dejó de comer, se acomodó el cabello, sopló delicadamente su taza de café y probó un sorbo antes de responderle:

–¿Acaso ocurre algo más en tu vida? –dijo, luego tomó un sorbo más y siguió–. No, ¿verdad? No existe nada más en tu vida fuera de Luciano y de tu empresa. Sigues siendo la misma Carla Rospigliosi de siempre.

Carla soltó un suspiro, decepcionada de ella misma.

–Tienes razón –dijo–. Tengo problemas con ambos.

–Claro, cuéntame –dijo Camila.

Carla cerró los ojos y, sin más, le contó:

–Mi exjefe vino a mi oficina con dos matones y me amenazó. No te imaginas, golpeó la mesa y no paró de gritarme. Todo mi equipo estaba asustado.

Camila quedó boquiabierta. No esperaba oír algo así. Pensó que se trataba de los tontos problemas que su amiga siempre tenía.

–¿Qué? ¿Cómo dices? –exclamó Camila–. A ver, espérate. ¿Acabas de decirme que tu exjefe fue a tu oficina con sus dos matones y te amenazó?

–Sí, eso mismo.

–Pero, ¿por qué haría algo así? –siguió Camila–. No entiendo.

–Bueno, me acusa de haberle robado a sus clientes –dijo Carla.

El rostro de Camila pasó de sorprendido a serio. Ella sabía que Carla era capaz de hacer una cosa así:

–¿Y eso es cierto?

–Sí –dijo Carla.

Camila recogió su cuerpo, apoyándolo en el respaldar del sillón, y se lamentó.

–No puede ser, Carla. No puede ser. Esas cosas no se hacen.

-Sí, yo sé –interrumpió Carla.

Camila terminó su café, se limpió la boca y se quedó pensando durante casi un minuto, para luego por fin tomar cartas en el asunto:

–¿Te amenazó con un arma? ¿En algún momento él o alguno de sus matones sacó un arma o tú viste alguna?

–No –respondió Carla.

–¿Cómo fue la amenaza que te hizo? ¿Dijo que te haría algo? ¿Alguno de sus hombres te hizo algo?

–No, no. Para nada. Pero sí fue amenazante. Sentí miedo.

Camila parecía no saber si decir lo que estaba por decir o si mejor callar. Tenía claro que esa sería la solución, pero también que ese era un camino del cual no había vuelta atrás.

–Carla, no me gusta la idea de involucrar a mi padre en una cosa así –dijo Camila–, pero creo que deberías hablar con él.

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