Juan Antonio Álvarez de Arenales estuvo a cargo de la la Primera Campaña de la Sierra.
Juan Antonio Álvarez de Arenales estuvo a cargo de la la Primera Campaña de la Sierra.

POR: HÉCTOR LÓPEZ MARTÍNEZ

Fracasadas las posibilidades de una tregua entre las fuerzas del general y las del virrey Pezuela, luego de las conferencias de Miraflores, el Libertador dispuso que se diera inicio a la Primera Campaña de la Sierra. Iba al mando de esa columna, compuesta por infantes y caballería, el general Juan Antonio Álvarez de Arenales, nacido en Valdeprado del Río, Cantabria, en .

Arenales vino al Nuevo Mundo muy joven, cuando solo era cadete. Se adhirió a la causa patriota en mayo de 1809, en Chuquisaca. A partir de ese momento luchó con honor y valor bajo las banderas libertarias. San Martín le tenía especial aprecio por sus calidades militares y personales. Todos conocían la espartana sobriedad, la seriedad y la severidad de Arenales, quien siempre tenía a flor de labios las palabras “la ordenanza lo manda o la ordenanza lo prohíbe”. En suma, un excelente jefe.

Saliendo de Caucato, el 4 de octubre de 1820, la división Arenales tuvo que sortear el incómodo desierto para, finalmente, hacer su ingreso en la ciudad de Ica. Allí el recibimiento fue apoteósico. El Cabildo, las autoridades civiles y eclesiásticas, el pueblo todo, salió a las calles vitoreando a los patriotas. El alcalde de Primer Voto, el gigantesco y atildado Juan José Salas y otros notables rivalizaron en agasajos, obsequios y saraos. Salas, que se proclamó encendido y fidelísimo patriota, recibió de manos de Arenales un despacho de teniente coronel y, cuando los independientes abandonaron Ica, quedó al frente de la ciudad como gobernador político.

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Poco después, Salas inició secreta y nutrida correspondencia con el virrey, con ánimo de reintegrarse a la causa realista. Interceptadas algunas de sus cartas y conocida la traición por San Martín, este ordenó que el gobernador iqueño fuera convocado al campamento de Retes. Ignorando que su felonía ya era descubierta, Salas llegó al Cuartel General ostentando lujoso uniforme de brillantes alamares, sable corvo y botas granaderas. San Martín, con pruebas irrefutables, le enrostró su traición. Todas las galas del tránsfuga se opacaron al punto. De rodillas ante el Libertador “y abrazándole las piernas imploró piedad, perdón, clemencia para un hombre débil, inexperto, alucinado por el poder de los realistas”. San Martín lo miró con desprecio y exclamó: “Yo no he venido a este país a sacrificar bichos tan miserables como este”, y le volvió las espaldas.

Gracias al entonces joven oficial de granaderos, nacido en Tucumán, José Segundo Roca, quien con vocación de cronista participó en esas jornadas y dejó un libro póstumo titulado “Relación histórica de la primera campaña del general Arenales en la sierra del Perú en 1820”, publicada en Buenos Aires en 1866, conocemos detalles interesantísimos de esa auroral incursión libertaria en el Perú profundo.

En la ruta de Huancavelica –apunta Roca– los humildes campesinos acudían al encuentro del ejército patriota ofreciéndoles “sus vaquitas, ovejas, queso y cuanto tenían”. Para ellos no contaba la distancia, muchos venían desde muy lejos y saludaban a los expedicionarios con el nombre de “patrianos, patriarcas” que suponían eran sinónimos de patriotas. Desde las cumbres de los elevados cerros, las poblaciones vitoreaban al ejército libertador entonando sus canciones tradicionales en quechua. Eran centenares de voces que cantaban jubilosas al son de tamboriles y quenas, mientras los soldados, serpenteando por los fragosos caminos, agitaban blancos pañuelos en emocionado gesto de gratitud y solidaridad.

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La llegada a Huamanga tuvo lugar el 31 de octubre de 1820. El recibimiento fue mucho más espléndido que en Ica. El pueblo salió dos kilómetros fuera de la ciudad en espera de los patriotas. Los miembros del Cabildo, “con sus altas varas negras, símbolo de su autoridad” se aproximaron donde Arenales con la intención de ofrecerle la llave de la villa. El espartano general apenas les hizo un gesto de cortesía. “Imperturbable, continuó su marcha a la cabeza de la columna, repitiendo la palabra: historiadores… historiadores…”. La jura de la independencia en Huamanga se verificó pocos días más tarde con gran pompa y lucimiento.

Cuenta Roca la impresión tan grata que le causó el valle del Mantaro “tapizado de numerosos pueblos de indios a muy corta distancia uno de otro”. El terreno era menos abrupto, llano, las tierras fecundas, fértiles. De todas partes salían centenares de hombres y mujeres al encuentro de los soldados “con banderas, arcos triunfales improvisados de ramas verdes y flores”. Danzaban y entonaban canciones obsequiando a los patriotas chicha, flores, licor y todo lo que su pobreza les podía permitir. Mucho les deleitó un baile “compuesta de las más bonitas y graciosas doncellas, figurando las Pallas del Inca”. Poco después, en Huancayo, el recibimiento fue verdaderamente glorioso. Algo incomparable, una verdadera explosión de euforia patriótica.

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Cerro de Pasco sería el escenario del encuentro entre realistas y patriotas. La batalla, librada el 6 de diciembre de 1820, significaría un rotundo triunfo de los patriotas. En las escaramuzas previas, hubo una nota singular. Los miembros del célebre batallón realista “Talavera” –a voz en grito– hacían saber que ellos se habían batido con éxito contra Napoleón, allá en la Península Ibérica. Una carga a la bayoneta de los patriotas les hizo conocer el sabor de Waterloo.

Otro episodio digno de recuerdo fue la rendición del comandante realista Andrés de Santa Cruz. El futuro Gran Mariscal, Presidente de la Confederación Perú-Boliviana, entabló un diálogo con el teniente patriota Vicente Suárez. “Señor oficial -dijo Santa Cruz- ¿quiere usted envainar su espada y que hablemos cuatro palabras?”. Suárez, deteniendo su cabalgadura, respondió: “No tengo inconveniente, señor”. Al mismo tiempo envainó su sable y con los brazos en alto batió palmas para demostrar que no tenía armas ocultas.

Luego, ambos jefes se aproximaron al paso de sus fatigadas mulas e iniciaron una charla en la que poco después intervendría el capitán patriota Juan Lavalle. El resultado no pudo ser más feliz. El Escuadrón Dragones de Carabayllo, “desde el jefe al último clarín” pasó a engrosar las filas de la patria. El jefe de las fuerzas realistas, el brigadier Diego O’Relly, irlandés al servicio de España, cayó prisionero siendo tratado con toda consideración. Tiempo después el general San Martín aceptó el permiso que solicitó O’Relly para regresar a España. Se embarcó a fines de noviembre de 1821 y en la noche del 13 de enero de 1822, agobiado por la depresión, se arrojó al mar prefiriendo la muerte antes de dar cuenta de su derrota a la superioridad castrense española.

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José Segundo Roca insiste en que para él fue una verdadera sorpresa comprobar el hondo sentimiento patriótico y revolucionario existente en la sierra del Perú. Él atribuía esto a la campaña propagandística que desde tiempo atrás había desatado el general San Martín. Muchos emisarios secretos repartieron infinidad de proclamas –impresas en castellano y quechua– que avivaron o despertaron sentimientos independentistas.

Anota que las personas, sobre todo las más sencillas “que habían conseguido uno o más de estos papeles, lo guardaban con una fe reverente y entusiasta como una valiosa adquisición, y se servían de ellos como de un pasaporte o título, que nos enseñaban para comprobar su patriotismo y adhesión a la causa de la independencia”. No se equivocaba Roca en sus apreciaciones. La esforzada gente de la sierra, sobre todo la del valle del Mantaro, soportaría estoicamente durante cuatro largos años los vaivenes de una contienda que en mucho podría tipificarse como una desventurada guerra civil.

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