(Foto: Historia peruana)
(Foto: Historia peruana)

Por Héctor López Martínez*

A propósito de la inminencia de nuestro bicentenario, y de los últimos acontecimientos políticos, resulta oportuno recordar una institución virreinal, que continuo durante los primeros 35 años de la República, cuya pertinencia abruma: el juicio de residencia, una figura que exigía que la máxima autoridad política no abandone el país mientras no terminara de afrontar un examen sobre su labor, del que podrían desprenderse responsabilidades civiles y hasta penales.

El mecanismo, que desapareció con la Constitución de 1860, recobra interés; desde que recuperamos la democracia, en los 80, la mayoría de nuestros gobernantes han terminado envueltos en serias acusaciones de corrupción. Unos huyeron para evitar que los juzguen o para que prescriban sus delitos y otros están siendo procesados. Sin ir muy lejos, el mandatario actual entró también al radar de la Fiscalía en los últimos días.

A lo largo de nuestra historia, tanto durante el Virreinato como en la República, ha existido el juicio de residencia como una forma de evaluar, en conjunto, la gestión de un gobernante al momento de concluir su mandato. El juicio de residencia durante la trisecular etapa virreinal estaba normado por las leyes contenidas en el Título 15° Libro 5° de la Recopilación de Indias y otras más de dicho código. Hubo juicios de residencia severísimos, siendo uno de los más conocidos el que sufrió el virrey Francisco de Toledo. De resultas de ese juicio, pocos meses después de su retorno a España, falleció de melancolía o “pensamiento”, nombres que se daba en esos tiempos a lo que hoy conocemos como depresión severa.

Este mismo juicio, con obvias variantes, se adoptó también en los primeros tramos de nuestra etapa independiente. Francisco García Calderón, el gran jurista del siglo XIX, escribió: “Nada más justo, en verdad, que exigir a los funcionarios públicos que den cuenta de sus actos; por este medio el magistrado que fue celoso defensor de la ley y de la justicia, recibe la aprobación de sus actos, y encuentra en los aplausos de sus conciudadanos el premio de su buena conducta. Por el contrario el que abusó de su poder, y quebrantó la ley, debe ser castigado, tanto porque la justicia exige que ningún delito quede impune, cuanto para que este castigo sirva de ejemplo a otros mandatarios, y los obligue a ser justos”.

No han sido muchos los juicios de residencia que recuerda la historia de nuestro país. El mariscal José de la Riva Agüero –en el dramático y confuso año 1823– fue sometido a residencia acusándosele de “alta traición” por haber tenido tratos con los realistas en contra de Bolívar. Análogo cargo se le hizo a José Bernardo de Tagle, quien moriría en los castillos del Real Felipe, en el Callao. Ambas causas, a la postre, fueron sobreseídas.

Contra el presidente Agustín Gamarra se alzó vibrante, en noviembre de 1832, la voz del diputado Francisco de Paula González Vigil. Gamarra había infringido la Constitución y, por ello, Vigil, al concluir su discurso, hizo restallar su famosa frase: “Yo debo acusar, yo acuso”.

En 1834, recuerda Jorge Basadre, hubo diversos expedientes sobre juicios de residencia pues la Constitución dictada ese año establecía que todos los funcionarios del Poder Ejecutivo, sin excepción, estaban sujetos a dicho juicio. La Constitución de 1839 señalaba en su artículo 118° que la Corte Suprema debía conocer del juicio de residencia al presidente de la República cuando este concluyera su mandato, así como de sus ministros. Invocando tal precepto se abrió juicio contra el mariscal Ramón Castilla, que no llegó a prosperar al plantearse un complicado problema constitucional. Castilla, empero, fue el más interesado en que se iniciara la causa.

En 1855 el depuesto presidente Rufino Echenique, desde el exilio, solicitó a la Corte Suprema someterse a juicio de residencia para defender su honra. Sin embargo, no estaban dadas las condiciones mínimas que hubieran permitido un proceso imparcial. En la Constitución de 1860, que con algunos ocasos rigió hasta 1920, desaparece el juicio de residencia. Su artículo 11 señalaba que la ley determinaría el modo de hacer efectiva la responsabilidad de los funcionarios por los actos que estos hubieran practicado en el ejercicio de sus funciones. Esta Ley de Responsabilidad de los Funcionarios Públicos se dictó el 28 de setiembre de 1868 y rigió hasta que fue sustituida por la ley 27588, Ley de Incompatibilidades y Responsabilidades del Personal del Empleo Público, de 2004.

El ya mencionado jurista arequipeño Francisco García Calderón decía que era sensible que solo en muy raras ocasiones se hubiera aplicado el juicio de residencia. “Establecida de este modo la irresponsabilidad de los mandatarios ha perdido mucho la moral pública y se ha hecho burla del sistema republicano. El que logre hacer efectiva esta garantía, merecerá los encomios de los amantes de la libertad y de la justicia”.

La Junta Militar que derrocó al presidente Augusto B. Leguía, en agosto de 1930, promulgó un decreto-ley creando el Tribunal de Sanción Nacional. En este caso el énfasis se ponía en el castigo a los delitos de carácter económico presuntamente cometidos por el jefe del Estado depuesto, sus familiares y más cercanos colaboradores. Este tribunal revolucionario no tenía otra justificación que la fuerza de las armas.

Dentro de este mismo espíritu, empeñado en cautelar los dineros del Estado y la probidad de los funcionarios, podemos mencionar dos decretos suscritos por Simón Bolívar y por el presidente Nicolás de Piérola, respectivamente. El primero, fechado en Trujillo el 18 de marzo de 1824, decía en su artículo 4°: “Todo ciudadano tiene derecho a velar sobre la Hacienda Nacional. Su conservación es de un interés general. Los que la defraudan son enemigos capitales y, en este caso, la delación, lejos de degradar al que la hace, es una prueba de su ardiente celo por el bien público”. Don Nicolás de Piérola, por su parte, puso fin a una práctica vergonzosa que muchas veces encubría complicidades o sobornos: proscribió los regalos del empleado subalterno al superior, mediante decreto supremo del 17 de diciembre de 1898.

La Constitución de 1993, que nos rige, en el artículo 41° dice que es el fiscal de la Nación el encargado de formular los cargos ante el Poder Judicial, y añade: “La ley establece la responsabilidad de los funcionarios y servidores públicos, así como el plazo de su inhabilitación para la función pública. El plazo de prescripción se duplica en caso de delitos cometidos contra el patrimonio del Estado”.

Diremos, finalmente, que las sociedades y sus gobiernos requieren de sólidos, hondos cimientos morales para que prevalezca el bien. Al respecto dijo Goethe: “Todo lo que te hace más poderoso pero no más bueno es malo”.

*Historiador-Periodista

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