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Redacción PERÚ21

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Pedro Salinas,El ojo de Mordorpsalinas@peru21.com

Vaya por dios. Le tengo aprecio, pero no puedo dejar de discrepar con Diego de la Torre. Diego, para quienes no lo ubican, les cuento, es empresario y nieto de dos peruanos conspicuos. Lo es de Julio de la Piedra, barón del azúcar en los tiempos de Leguía, y también de Macedonio de la Torre, un talentoso artista norteño, pintor para más señas, primo hermano de Víctor Raúl y Agustín Haya de la Torre, y amigo de César Vallejo. Vallejo escribió incluso una grandilocuente crónica en 1929, en la revista Mundial, a propósito de una presentación de las obras de Macedonio en París. "Macedonio de la Torre es dueño de una estética realmente original y grande", sentenció entonces Vallejo en una nota que tituló Los creadores de la pintura Indo-Americana, dedicada íntegramente a Macedonio.

No obstante resulta que, para Diego, César Vallejo, al que primero describe en las páginas de El Comercio como "maravilloso poeta" y "digno de un Premio Nobel", luego termina siendo el responsable de influenciar de manera negativa en el subconsciente colectivo de los peruanos, y el causante de instalarnos en el adn una suerte de pesimismo irremisible, estéril y endémico. O irremediable, que también.

A Diego, por ejemplo, no le gusta que uno de sus poemas empiece diciendo: "yo nací un día/que Dios estuvo enfermo". Según él, debió frasearlo de otra forma. De una manera más optimista, se entiende. Más carpe diem, digamos. No sé si me explico. Algo como: "yo nací un día/que Dios estaba risueño/contento, radiante/y se sentía regio, happy/y no paraba de cantar el Jipijipijay/y Jakuna Matata". Y qué sé yo.

Más todavía. También le da caña a Ribeyro. Por lo mismo. Por ser, en resumen, otro angustiado vital de escritura eficaz y sonora y cautivadora. Por eso. Por eso y porque desde su particular hermenéutica, aquella "tentación del fracaso" –que supuestamente encierran los escritos de Vallejo y Ribeyro– fue contagiada a otros intelectuales coterráneos, que ahora padecerían de una enfermedad ideológica, tan radiactiva como una lechuga de Fukushima, y que es la que explicaría la mentalidad derrotista y los resentimientos encapsulados y los odios jarochos y todos los males nacionales. Toda una teoría abstrusa, es decir.

Vaya por dios, decía. Y es que hay simplificaciones que son letales. Como la de Diego, verbigracia. Porque no es que De la Torre sea bruto, como le han endilgado en las redes sociales. Porque no lo es. Pues si me apuran, es mucho más ilustrado y culto que la mayoría de los que le han insultado. Pero a lo que iba. En su peregrina conjetura, creo, derrapó hasta empotrarse contra la pared.

Primero, asume que todos los peruanos leen, lo cual es, ya saben, una premisa equivocada. Segundo, un poema de Vallejo no es lo mismo que ¿Quién se ha llevado mi queso? Ni Ribeyro es Coelho, afortunadamente. Tercero, los buenos libros nos descubren verdades no sobre cómo son las cosas, sino cómo las cosas no son, como decía Anatole France. Cuarto, la literatura no es peligrosa. Y quinto, estructurar cosmovisiones a base de categorías únicamente economicistas nos puede hacer rehenes de un mundo narcotizado por el imperio de la codicia, sin valores éticos ni solidarios, ni humanitarios, como le leí hace poco a Jordi Muixí. O sea, si no quedó claro, Vallejo no tiene la culpa de que el Perú no sea Suiza. Pues eso.