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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly, La columna de Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

He provocado o propiciado tres embarazos que han llegado a buen término, a un final feliz, si la vida humana puede considerarse un final feliz. Dos de esos embarazos se originaron en una mujer a la que amé y ahora se encuentra enemistada conmigo. Esa enemistad ocurrió o fue inevitable cuando me enamoré de otra mujer y provoqué o propicié que quedara embarazada. Con esa mujer ahora estoy casado. Vivimos juntos. Somos padres de una niña. Todo está bien, no hay quejas por mi parte, solo puedo expresar amor y gratitud. Amo a esa mujer, amo a esa niña, amo por supuesto a mis hijas mayores, a las que no veo hace tiempo. Pero también, me parece, estoy empezando a quererme de un modo pueril, que es algo a lo que no estoy acostumbrado. Y por amor a lo que soy, a lo que va quedando de mí, no quiero tener más hijos, no quiero ser responsable de otro embarazo, ya estuvo bueno de tanta intensidad dramática, soy padre de tres hijas tres con dos mujeres dos y es suficiente, me rindo, tiro la toalla.

Antes me hacía ilusión ser padre de un niño. Tenía dos hijas y me había divorciado y me parecía que podía ser divertido tener un hijo. Jugué con la idea, le di vueltas, me propuse cumplir ese sueño narcisista. No quería tener un hijo para conveniencia de mi hijo sino para mi propia satisfacción. No advertía, y ahora lo veo con claridad, que a nadie podría convenirle ser mi hijo, llevar el baldón de ser mi hijo, tener marcado en la frente el estigma de mi nombre y apellido. De puro tonto y envanecido me dije que un hijo me educaría sentimentalmente, me enseñaría unos matices del amor que yo desconocía. Pero no era por el bien de mi hijo que yo quería tener un hijo, era por pura vanidad, por tener el cartón lleno, bingo. Sentía que me faltaba eso, tener un hijo, y estaba impaciente por tenerlo. No se me ocurría adoptarlo, quería que se originase en mis genes díscolos, revoltosos.

Curiosamente yo quería un hijo pero no estaba enamorado de una mujer. Quería un hijo y, a la vez, vivir solo y no renunciar a mi libertad. No parecía fácil alcanzar ambas cosas. La misma fuerza instintiva que me llevaba a querer un hijo me empujaba a la soledad. No quería vivir con nadie ni dormir con nadie ni atarme a nadie. Pero quería que un niño me llamase papá, no quería perderme eso y sentía que me quedaba poco tiempo.

En medio de tales urgencias reales o imaginarias me enamoré de una mujer muy joven, tan joven que parecía mi hija. Le propuse en privado y en público que tuviésemos un hijo. Le dije que quería tener un hijo con ella, no lo dudé, lo escribí en esta columna, lo dije en la televisión, le anuncié en mi programa que medio año después estaría embarazada de mí. Ella, comprensiblemente, opuso resistencia. No le seducía para nada la idea de perder tanta libertad dándome un hijo. En algún momento se enterneció y relajó sus prevenciones y vio con simpatía o sin hostilidad la idea de quedar embarazada de mí. A eso nos abocamos amorosa e irresponsablemente (todos los amores que me han asaltado han sido muy irresponsables, la idea de la responsabilidad parece reñida con la pasión). Cada noche que hacíamos el amor podía ser el origen de esa vida que tan tercamente yo estaba buscando. Ella quedó embarazada, no fue un embarazo accidental o no deseado, fue deliberado, fue deseado por ella y por mí, queríamos tener un hijo, yo al menos estaba convencido de que me convenía ser padre una vez más, ya no de una mujer, sino de un hombre.

Por lo visto no estaba en mi destino ser padre de un hombre. Eran dos las mujeres que decían ser mis hijas y ahora son tres, aunque la menor de ellas todavía no lo dice y sin embargo lo sabe o sabe que la amo, que es lo importante. Muy bien, aquí estamos. Dos matrimonios, ambos con mujeres (me hubiera gustado casarme con un hombre pero no me alcanzará el tiempo), tres hijas que yo sepa y si son más, de verdad lo ignoro y pido disculpas, pero no creo que sean más. ¿Podrían ser más de tres mis hijas? No lo creo, ya me habría enterado, de esas cosas uno se entera enseguida. Son tres hijas tres con dos mujeres dos y ningún hijo ninguno. ¿Quiero seguir buscando gallarda y virilmente a ese hijo que no me ha sido dado? No, ya no me hace ilusión. Si no ocurrió es porque no debía ocurrir, porque no convenía: lo que ocurre, conviene. No quiero provocar o propiciar ningún embarazo más. No quiero sustos, peleas, rupturas, amenazas y melodramas. No quiero ginecólogos, ecografías, epidurales, salas de parto. Ya viví todo eso, ya sé lo que es. Lo que ahora quiero es tranquilidad, una vida quieta, calmada, predecible, todo suave y de bajada, sin grandes sobresaltos.

Mi percepción de las cosas ha cambiado. No quiero que el acto del amor entrañe la más remota posibilidad de un embarazo. Si hacer el amor me pone en riesgo de ser padre una vez más, elijo no hacer el amor, elijo quedarme tranquilo y de brazos cruzados, mirando un partido de fútbol en la televisión. Me gustaría seguir haciendo el amor sin que esos encuentros me sometan al desasosiego de otro embarazo y sus impensadas ramificaciones. Ella se cuida, sí, pero ¿y si las prevenciones fallan? ¿Y si caemos en el margen de error estadístico? ¿Quiero que me diga que está embarazada nuevamente? No, ella no lo quiere, yo no lo quiero, estamos de acuerdo en eso. ¿Será posible hacer el amor desterrando por completo el riesgo de un embarazo? Debe de ser posible: una opción es que ella se cuide, otra es que yo me cuide, una tercera es que ambos nos cuidemos y una cuarta es que dejemos de hacer el amor de esa manera fantástica y sin embargo aterradora y nos hagamos mil pajas juntos.