Alejandro Toledo permaneció seis años en Estados Unidos para evitar a la justicia peruana. (Javier Zapata)
Alejandro Toledo permaneció seis años en Estados Unidos para evitar a la justicia peruana. (Javier Zapata)

El momento estelar de Toledo fue la Marcha de los Cuatro Suyos. , como al personaje de Chaplin, le cayó una bandera en la mano. Y así, casi por accidente, Toledo lideró la manifestación que lo definiría todo. Fue uno de esos instantes en los que un ideal parecía partir la historia en dos. Y había que estar del lado correcto. Protestar con los jóvenes, marchar gritando una verdad pura, seguir a las masas. Pero la política —y la vida, que es lo mismo— no es una marcha en línea recta, sino un largo camino sinuoso, sin guías ni compañeros de ruta. Y es fácil ver cómo algunas viejas jóvenes promesas de aquella marcha terminaron desbarrancándose como Martín del Pomar, o aupando a Castillo como Carlos Cornejo o Dimitri Senmache. Es justo decir que Alejandro Toledo se convirtió en eso contra lo que marchó.

La mención a Castillo no es gratuita. No es difícil ver en Toledo un antecedente directo del chotano. Ambos instrumentalizaron el racismo para apañar delitos propios, dividiendo al país con una retórica falsamente reivindicativa. Ambos se victimizaron, lo que terminó por reforzar aún más la innegable discriminación social. Ambos simbolizaron un sueño trunco, un ideal mestizo y una revancha cultural. Y ambos, sobre todo, terminaron echando por la borda las genuinas esperanzas que los votantes depositaron en un peruano que se autodenominaba cobrizo porque cobraba. Así como el primer presidente indígena juramentó ante los apus en Machu Picchu, Cusco, el primer mandatario campesino tuvo una ceremonia simbólica en la Pampa de la Quinua, Ayacucho. Ambos candidatos contaron una buena historia. El humilde lustrabotas que estudió en Harvard y volvió para salvar al país de la dictadura. El silvestre maestro que dejó de criar gallinas para acabar con la pobreza en un país rico. Y, sin embargo, siempre se supo que ambos presidentes serían una trágica decepción. Una falsa esperanza surgida del antivoto. El bucólico y el alcohólico. La información pura y dura sobre ambos siempre estuvo ahí, a la vista de todos. Los delitos, las mentiras, los escándalos, las bombas de tiempo. Pero, como dato no mata relato, ambos llegaron a la presidencia. Los símbolos se impusieron. El lápiz y la chakana, el sombrero y el poncho, la vincha y el machete. Y lo simbólico cubrió la realidad como un manto. Al menos por un tiempo.

Cuando los escándalos empezaron a salpicar demasiado, algunos decidieron voltear la cara. Otros intentaron subirse al carro. Los más astutos pretendieron domar al buen salvaje de turno en un acto de abierto paternalismo. Académicos, periodistas y funcionarios otrora respetados incineraron su credibilidad por una circulina y algo de poder. Llenaron el recipiente hueco, vieron lo que querían ver y sobreinterpretaron los gestos políticos de un símbolo. Transformaron a un beodo en piloto automático en Churchill y a un ladrón de gallinas golpista en Benito Juárez. La izquierda con maestría construyó dos héroes decoloniales, dos símbolos de la subalternidad para exhibir en el extranjero. Usaron el racismo y el exotismo tercermundista para crear un Evo peruano. Apelaron a la culpa de los millonarios en Davos y al complejo blanco de los argentinos de la OEA. Y por un tiempo les funcionó.

En eso Toledo fue mucho más inteligente que Castillo, porque se rodeó de buenos cuadros y armó mejores gabinetes. Dejó hacer y dejó pasar, más por inercia parrandera que por liberalismo económico. Su andamiaje de asesores se encargó de diluir las responsabilidades. Atribuirles la culpa a los problemas estructurales, al racismo, al centralismo, al sistema, a los pituquitos de migaflogues, a los políticos tradicionales o al fujimorismo, ese extintor en una caja roja de metal que dice ‘en caso de emergencia, rompa el vidrio’.

Lamentablemente para Toledo, los símbolos no pueden tapar la realidad por mucho tiempo. Las políticas identitarias llegan hasta cierto punto. Y en un cargo público no se puede representar eternamente sin gestionar.

(Javier Zapata)
(Javier Zapata)

Toledo convirtió el sueño democrático en una resaca. Dilapidó la primavera que significó el fin de una dictadura. Desperdició una inusitadamente plural luna de miel auspiciada por las Mesas de Diálogo de la OEA, el Acuerdo Nacional y la Ley de Partidos Políticos. Impulsó la infeliz descentralización, cuyos platos rotos hoy pagamos, polarizó la sociedad con su discurso étnico new age, minimizó el crecimiento económico como ‘chorreo’, convirtió su legado en la hoguera de las banalidades y frivolizó la figura presidencial hasta el descrédito estadístico.

Toledo es un pionero en eso que hoy se llama el victimismo político. “La víctima es el héroe de nuestro tiempo”, explica el ensayista Daniele Giglioli. “La víctima es irresponsable porque no ha hecho: le han hecho”, agrega el autor del libro Crítica de la víctima. “Ser víctima otorga un prestigio y una identidad en tiempos de vacío. Ser víctima exige escucha y promete reconocimiento. La víctima no tiene necesidad de justificarse. Y ese es el sueño del poder.” Toledo fue la víctima perfecta en un país racista y perdonavidas. Su legado es una escuela política que abusa de la carta racial, las deudas históricas y las culpas europeas. Toledo, antes que Evo, demostró que lo más profundo es la piel, como dijo el poeta. Fue el precursor del arte de vender tercermundismo en Occidente. Una argucia gruesa que ha logrado convencer a eminencias académicas como Francis Fukuyama y Steven Levitsky. Antes que Castillo, Toledo confirmó que la pigmentocracia crea políticos inimputables, con documental de Discovery Channel incluido. Y mucho antes que Donald Trump, Toledo demostró que se puede ser víctima y al mismo tiempo esconder millones de dólares.

La gran ironía, sin embargo, es que el victimismo no basta. Cuando dejó de ser útil, Toledo se quedó solo. En un país que ha tenido presidentes como Sánchez Cerro, Velasco y Fujimori, había que ser ingenuo para pensar que la piel lo salvaría de los barrotes. Todo esto vale para el extraditado, pero bien podría aplicarse también a Ollanta Humala y Martín Vizcarra. Hoy, a Toledo le espera un lugar al lado de Fujimori, el personaje contra quien marchó.

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Yvan Montoya

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