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¿Y si controlamos los precios?
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¿Le gustaría que le bajaran el sueldo? Su sueldo es un precio, pero usted no quiere que baje. ¿Por qué en un caso nos parece injusto pagar más y en el otro injusto que nos paguen menos?
Y es que no nos gusta pagar precios altos por lo que compramos, pero sí nos gusta recibir precios altos por lo que vendemos. Quizás sea porque pensamos que es justo pagar poco por lo que necesitamos y a la vez que es justo que se pague mucho por lo que otros necesitan de nosotros.
Pero los precios se encuentran entre las cosas más incomprendidas. Lo cierto es que ni los precios altos son necesariamente malos ni los precios bajos son necesariamente buenos. En realidad, la bondad o maldad de un precio no depende de si es alto o bajo. Su bondad está en la calidad de información que nos transmite. En otras palabras, no es cierto que sea un objetivo de un sistema de precios que estos sean bajos.
Los precios deberían reflejar el nivel de escasez de algo. Cuando un huaico bloquea una carretera y una ciudad no recibe limones, el precio de estos sube. Por supuesto que quien quiere hacer un cebiche le desagrada que sea así. Pero en realidad lo que el precio nos está diciendo es que si quieres un cebiche es mejor esperar a que se abra la carretera y por ahora comer papa a la huancaína. Por otro lado, al subir el precio, este le está diciendo a quien tiene limones que quizás valga la pena buscar algún otro camino para llegar a la ciudad porque será más rentable venderlos.
Los precios funcionan en realidad como un semáforo. Cuando algo es escaso, del lado del consumidor nos colocan una luz roja: mejor no compres. Mientras, al mismo tiempo, del lado del proveedor, se prende una luz verde: mejor produce más porque se necesita. Así como un semáforo que da rojo o verde a los dos lados genera congestión y accidentes, precios distorsionados generan ineficiencia y escasez.
Lamentablemente, entendemos muy poco de cómo funciona un sistema tan simple capaz de resolver problemas tan complejos. Y el gobierno lo entiende menos. Por ejemplo, se trata de controlar el precio del Internet fijo porque la tarifa ha subido. Si ello tiene éxito más gente deseará comprar Internet, pero menos proveedores desearán venderlo. Ello agudizará la escasez y retrasará la solución del problema de la falta de Internet. El resultado es que el control tarifario enviará una señal equivocada y el semáforo manejará muy mal el tráfico.
El argumento que se suele usar es que existen monopolios y que estos pueden generar escasez artificialmente, por lo que los precios deben ser controlados. Puede ser. Pero ello ocurre muchas menos veces de lo que nos imaginamos.
Un monopolio efectivamente puede subir sus precios. Pero al hacerlo siembra el germen de su destrucción. Salvo que haya barreras de entrada al mercado (lo que ocurre en algunas pocas industrias), los precios altos atraerán a nuevas empresas a producir lo que el monopolio produce. Con ello se reducirá la escasez y los precios terminarán bajando.
Pero los consumidores (y el Estado) suelen ser impacientes y creen que pueden mandar señales mejores que las que envían los precios. Usualmente fracasan en el intento. El resultado suele ser mayor escasez y menor bienestar.
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