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Que nos llueva

“Me alegra que esta ciudad pusilánime se limpie, que reverdezca, que la gente se desoriente, que los machazos que manejan a cien por hora tengan miedo”.

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La sensación de frío se acentúa conforme se acerca el invierno. (Foto: GEC)
Fecha Actualización
Hace dos años me embarqué por primera vez en mi vida en una expedición en la selva peruana. A diferencia de una caminata de días o de un viaje a la naturaleza, una expedición implica avanzar por donde nadie ha caminado nunca, abrir trocha, fallar en casi todos los cálculos, desconectar por completo, el miedo a morir, desaparecer por varios días hasta volver a pisar tierras civilizadas para buscar señal y avisar que hemos sobrevivido. La expedición se hizo en junio, calculando que en este mes paran las lluvias fuertes en la selva peruana. Pero no contábamos con que el cambio climático (que según el chancho de Trump no existe) nos traería un aguacero que duró –salvo 15 minutos inolvidables en los cuales nos paramos bajo el sol como caimanes– los seis días y noches que duró la traumática pero inolvidable experiencia.
Al cabo de dos días, las espinas ya estaban acomodadas en las palmas de nuestras manos, brazos, rodillas, muslos. Creció y se ensanchó la solidaridad, pero también afloró un pragmatismo salvaje. Escalar, tropezar, caer, rodar como cachorros, hasta que aprendimos la lección: resbalarás, la roca que pisas se desprenderá y no te quedará otra que aferrarte a un tronco, lleno de espinas, para no caer de espaldas al precipicio. Tu mano sangrando, sujetando el peso de tu cuerpo, el dolor insoportable del siguiente impulso. Más sangre.
Hoy lo recuerdo con total satisfacción, pues una vez más entendí que no somos nada, básicamente. Que somos una parte ridícula de un sistema inmensurable del que conocemos un pedazo insignificante. Por eso siento un respeto tremendo por estas lluvias de junio que no paran y me aburre a morir escuchar las conversaciones en las calles de Lima: Pucha, no para de llover, es súper pesado, pero bueno, esto no es nada, en otros “países” llueve de verdad. Ay sí, esto es lo que llaman la “lluvia mujer”, jode de a pocos pero sin parar, ji, ji (dicho por una mujer, curiosamente).
Me sorprende tanta llovizna, ya no puede decirse que en Lima no llueve, y me preocupa la gente que vive en los cerros porque debe estar sufriendo muchísimo, una casa pobre jamás es hermética. Pero a la vez me alegra que esta ciudad pusilánime se limpie, que reverdezca, que la gente se desoriente, que los gordos tengan que correr para evitar mojarse, que los machazos que manejan a cien por hora tengan miedo de patinar, que la soberbia limeña se repliegue, que los niños sepan que la tierra está viva y que sin agua no existiríamos, que los celulares se empapen y se jodan, que la gente que se cree poderosa se resbale, que se caiga
de culo.
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