Bastante decepcionada de la raza humana, practicando cada día más una especie de autismo de autorrescate, hago un último esfuerzo por saber qué está pasando en el mundo, en mi país, en la vida y los tiempos que corren, y me encuentro con lo de siempre: la palabra hueca, la traición, el secreto, la compinchada, la manipulación, la defensa de lo indefendible, el gallinero. Matar al mensajero, denunciar al que mira lo ajeno, como si no tuviera derecho a desmantelar el juego sucio que le afecta. La promesa incumplida. La intriga. El daño. La venganza.

En medio de esta sequía aflora el recuerdo de alguien que se fue hace un mes. Que se apagó en nuestros brazos, ya viejito y sin poder caminar, mientras un doctor le clavaba una aguja y lo enviaba a una esfera –esperamos– más digna. He tenido decenas de perros, pero la huella de Félix es indeleble. Se sabía perro y quizás eso era lo más valioso de su animalidad. No era un peluche faldero lleno de caprichos. Era un mamífero absolutamente ubicado en el planeta. Fiel, primero que nada a sí mismo, a su condición de perro cruzado, mediano, con una mirada que dolía, de tan humilde. Atraía con su saber estar a los bebés y aguantaba sus tosquedades, sus excesos de emoción, sus abrazos torpes. Era absolutamente noble con los cachorros, pero implacable con la prepotencia de los machos adultos. Y obviamente no era perfecto, odiaba a los machos de raza schnauzer, nunca supimos por qué.

Se sentaba en el suelo mientras comíamos y nos miraba fijamente esperando un pedacito de carne, moviendo la cola sin parar, pero sin ladrar ni lanzarse sobre lo que no era para él. Hasta que veía una mano acercarse con un hueso real que él recibía despacio, con gratitud y respeto. Y volvía a su posición original de pedir sin pedir.

Me sentía segura con Félix. Si me metía al mar, él esperaba en la orilla. Si tenía que ir a una reunión en una oficina o al banco o a un café, él aguardaba en la puerta sin necesidad de ser atado a un poste. Alguna vez me lo llevé a un supermercado y estuve tanto rato dentro que, cuando salí, lo hice por otra puerta y me olvidé de él. (Supongo que necesito terapia, los convocaré a una pollada profondos). Cuatro horas después me di cuenta de lo ocurrido y, sudando frío, corrí al lugar exacto donde lo había dejado. Ahí seguía, sentadito con las patas delanteras estiradas, alerta, las orejotas bien paradas, sin moverse un milímetro de su lugar, confiado y confiable. Incólume. Auténtico.

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