ATRAPADOS. La mañana de ayer, en San Isidro, conductores no tenían por dónde evadir el tráfico.(César Campos).
ATRAPADOS. La mañana de ayer, en San Isidro, conductores no tenían por dónde evadir el tráfico.(César Campos).

En 1974 tenía seis años, mi mamá manejaba un escarabajo en el que nos metía a los cinco y una calcomanía blanca en el parabrisas nos recordaba que “ahorro es progreso”, lo que significaba que ese volocho no podía transitar martes ni jueves. La medida la impuso el golpista Juan Velasco Alvarado en una época en que el parque automotor bordeaba los 200 mil vehículos, ciertamente muchísimo menos que los 1.7 millones que circulan hoy. Pero la frase sobre el ahorro en los stickers aludía al contexto: la guerra del Yom Kippur había terminado con la derrota de los países árabes y estos, en respuesta, dejaron de venderle petróleo a los países que habían apoyado a Israel. Como Perú importaba gasolina y, además del bloqueo de los países árabes, la Organización de Países Exportadores de Petróleo había restringido su oferta para elevar sus precios, básicamente nos quedamos sin combustible. Lo cierto es que sobrevivimos perfectamente con la medida, en épocas duras en que el transporte público era prácticamente inexistente. Por eso me río un poquito del escozor con el que se ha tomado el experimento (no olvidemos que es un piloto) de Muñoz. Leer y escuchar a los limeños quejándose porque no podrán sacar el auto por ciertas zonas en ciertos días, que no va a funcionar, que ahora la gente se va a comprar otro carro y la congestión va a ser peor... ¿Ah sí? ¿Tan platudos somos? No solo eso, por lo que veo a todos nos sobran cocheras, qué glamurosa ciudad, no sé en qué mundo vivo.

El otro argumento de la pataleta está en la línea de que eso “solo funciona en los países en los que el transporte público es eficiente”. Perdón, pero en 1974 no existían ni el Metropolitano (del cual también se cantaleteó que no iba a funcionar), ni el corredor azul, ni el tren eléctrico, ni los taxis con aplicativos, mucho menos los celulares, y aquí estamos, vivitos y coleando, después de haber cruzado la ciudad incluso en el hueco del volkswagen, de tantos hermanos que éramos, los días que mi mamá sí podía sacar el auto.

Pero además, ya que nos gusta comparar, súbanse al metro de París y verán que la gente va igual de apretada y con la misma cara de plomazo que en nuestro metro de Lima, y que para subirse en horas punta al modernísimo metro de Tokyo se necesitan “oshiyas”: empujadores uniformados cuya chamba es embutir a tanto japonés como sea posible en los vagones, rellenándolos al 200 por ciento de su capacidad. Lo único que le añadiría al plan es un aplicativo para los teléfonos que, según la placa, nos diga por dónde no ir. Qué tanto lloriqueo.

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