(Foto: GEC)
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Soyuz nunca ha sido buen ejemplo de un servicio seguro y moderno. Bastaba subirse a cualquiera de sus buses rumbo al sur de Lima para constatar que los choferes no eran ajenos al caos que ya es norma. A lo largo de sus casi 4 décadas operando, la empresa ha sido periódicamente noticia por accidentes fatales o el incremento estratosférico de sus pasajes en momentos difíciles, como durante el terremoto de Pisco. Definitivamente no era el tipo de empresa que fuese el epítome de buenas prácticas. Aún así y dentro de todo, Soyuz era un esfuerzo hacia una formalidad más allá del papel. Con sus limitaciones y peligros, ofrecía más que la ilegalidad e informalidad que recorre nuestras carreteras: cumplía sus rutas, era una mejor fuente de empleo y pagaba tributos.

Soyuz ya tenía problemas internos (no me sorprendería que su desactivación sea una estrategia para fortalecer su otra marca: Perú Bus), pero su quiebre y liquidación inevitablemente están vinculadas a la incapacidad de este y anteriores gobiernos, principalmente del MTC y SUTRAN, para combatir el transporte informal. A eso sumemos el despropósito legislativo de aprobar normas que autorizan la operación de colectivos peligrosos, que precarizan más el empleo y no garantizan el servicio. Durante demasiado tiempo, mientras desde el Ejecutivo hubo inacción, desde el Legislativo lanzaron granadas.

En décadas no habíamos tenido tanto control en las calles, entre militares y policías, además de una masa crítica dispuesta a aceptarlo. La pandemia nos dio una oportunidad irrepetible para combatir la informalidad dañina, que se manifiesta con claridad en el transporte. La dejamos pasar. El transporte nunca estuvo realmente en la agenda porque los encargados del sector se quedaron dormidos. Por eso, la disolución de Soyuz es un síntoma de la poca atención que damos a las políticas públicas de transporte en todos sus niveles.

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