La camioneta negra y de lunas polarizadas ingresa a la residencia cerca de las cuatro de la tarde. Avanza por el jardín y entra varios metros más de los que acostumbran las visitas, tanto así que cuando el motor se detiene, el vehículo está a pocos pasos de la piscina y muy cerca de César y Richard Acuña, los anfitriones, quienes, como dos entusiastas valet parking, esperan impacientes.
Pronto, los Acuña —padre e hijo— y los Fujimori —padre e hija— están ya sentados frente a frente en el jardín, en cómodas sillas de mimbre. Poseedores de las principales bancadas del Congreso, no solo toman decisiones y definen posturas sobre el quehacer parlamentario, sino que, como quien no quiere la cosa, y a cambio de no soltarle la mano, mantiene su injerencia respecto a la presidencia de Dina Boluarte. Los Acuña y los Fujimori se reúnen para, en buena cuenta, cortar el jamón.
—Don Alberto —dice Acuña— le agradezco que venga a mi casa, pero como le dije por teléfono. Le hubiéramos ahorrado la molestia y podríamos haber ido a la suya.
—No es ninguna molestia. ¿Por qué lo dice? —pregunta Fujimori—. ¿Por mi edad? ¿Por el bastón? ¿Por mi cadera? No se preocupe.
—Mi padre se encuentra en excelentes condiciones.
Richard suelta una leve sonrisa y pregunta, con un brillo en los ojos.
—¿En excelentes condiciones?
—Sí —repite Keiko—, en excelentes condiciones.
Acuña lanza una mirada aniquiladora a su hijo. Luego, aliviana las facciones y se dirige a los Fujimori.
—Bueno, bueno —dice Acuña—, concentrémonos en el motivo de esta reunión. Yo siempre he dicho: no hay que perder el tiempo porque… después cómo lo encontramos. O algo así.
—Pienso exactamente como usted, señor Acuña.
—Por favor, dígame Cesar.
—Muy bien, César. Usted dígame señor Fujimori.
Las cejas de Acuña se desmoronan de improviso. Con sumo esfuerzo, pasa saliva y hace de cuenta que no ha pasado nada.
—Sigamos entonces —continúa Acuña—. Señor Fujimori, imagino que aquí Keikito ya le contó que nos reunimos hace un par de semanas para elegir al presidente del Congreso.
—Yo no quería que fuera Sahuana —interviene Keiko, de golpe y queda en silencio, como quien espera alguna reacción.
—Yo sí quería —le responde Richard—. Yo lo conozco. Es un gran tipo.
—Aquí la estatura de la gente no tiene importancia —sostiene Acuña—. O cómo crees que llegué tan lejos en la vida.
—¿En verdad quieres que te diga cómo llegaste tan lejos? —pregunta Richard.
Acuña gira y vuelve a mirar a su hijo. Da la impresión que está a punto de saltar sobre él.
—Si me permite, don César —dice Fujimori—, vayamos al grano.
—Ese señor no debió ser el presidente del Congreso —insiste Keiko—. Salhuana es bien conocido por sus lazos con gente de dudosa reputación.
—Papá, se está refiriendo a nosotros —acusa Richard.
Fujimori mueve la cabeza a los lados.
—No —dice Keiko—. Me refiero a los mineros ilegales.
—¿Ah sí? ¿Y desde cuándo te preocupa la minería ilegal? —le pregunta Richard.
—Pero dime —responde Keiko—, tú que dices conocerlo, ¿acaso no está vinculado a esa actividad criminal?
—No sé.
—¡Cómo que no sabes! ¿Acaso no me dijiste que Salhuana le conseguía a Brunella joyas de oro a precio de socavón?
Richard presiona los labios, cierra el puño e inclina el cuerpo hacia adelante.
—Pero Keikito —interviene Acuña—, no sé por qué estamos tocando otra vez el tema de Salhuana.
—Usted sabe que yo no quería que él sea presidente del Congreso. Es más, se lo dije a la prensa.
—Lo sé, Keikito, pero aquí tu señor padre le dio luz verde. Y tú sabes, te lo digo con todo respeto, donde manda capitán… es que no hay comandante. O algo así.
—Al final, la que quedó mal fui yo —se lamenta Keiko, mirando a Acuña—. O la gente va a pensar que mentí deliberadamente y quedo como una mentirosa, o, quizá peor, va a pensar que el que maneja al partido y a la bancada es mi padre, y voy a quedar como una marioneta, como alguien que solo depende de su padre. Es decir, voy a quedar casi casi como su hijo.
Richard se pone de pie.
—No tengo por qué escuchar este tipo de insultos —dice mientras se acomoda el saco—, mucho menos de alguien que en las elecciones solo conoce de derrotas.
Keiko se pone de pie, y engancha su mirada a la de Richard. Parecen un par de boxeadores que en el centro del ring esperan ansiosos el sonido de la campana.
—Por si no te acuerdas, cuando postulé al Congreso fui la congresista más votada.
—¿Y como candidata presidencial? ¿La más choteada?
—Keiko, ¡siéntate! —le ordena Fujimori, con todas las fuerzas que le son posibles.
—Tú también, Richard. ¡Vuelve a sentarte!
Ambos obedecen, retornan a su posición original y, todavía agitados, quedan envueltos en un silencio culposo.
—Ni don César ni yo tenemos tiempo para este tipo de comportamientos —dice Fujimori, entre molesto y decepcionado—.. Se supone que ustedes son el futuro de nuestras familias, de nuestros partidos.
—Eso —apoya Acuña.
—Más todavía —continúa Fujimori—. Se supone que ustedes son el futuro del Perú.
—O de lo que quede de él.
Keiko y Richard se miran mientras escuchan a sus padres. Tras la reprimenda, una luz de arrepentimiento aparece en sus rostros, en sus gestos.
—Vamos a olvidar esto y empecemos de nuevo —dijo Acuña—. Como dice aquí el señor Fujimori, tenemos que estar unidos para poder repartirnos… quiero decir, para poder manejar este país.
La charla continúa un par de horas más hasta que el cielo empieza a oscurecer. Las luces que alumbran el jardín se encienden automáticamente, pero todavía se ven débiles y seguirán así hasta que el día termine de morir. Fujimori mira el reloj que abraza su muñeca y se pone de pie.
—Bueno, tenemos que irnos. Tengo cita con mi médico de cabecera.
—Caramba —dice Acuña—. ¿También tienes dolores de cabeza?
Tras los apretones de manos y los abrazos respectivos, y luego de reiterar la necesidad de agendar la próxima reunión lo antes posible, los Fujimori suben a su camioneta e inician la salida de la propiedad de los Acuña.
—Papi —pregunta Keiko, una vez que las puertas del vehículo se cierran—. ¿Cuánto tiempo más crees que dure esta sociedad con los Acuña?
—¿Hasta cuándo? —dice Fujimori—. Hasta que nos sigan siendo útiles.
Afuera, en el jardín, cerca de la piscina, parados casi en el mismo lugar que recibieron a Fujimori y a Keiko, los Acuña ven la partida de sus invitados y, sonrientes, mueven sus manos haciéndoles adiós.
—Papá —le dice Richard a Acuña—. ¿Hasta cuándo crees que seremos socios de los Fujimori?
—¿Y quién te ha dicho que somos socios? —responde y, de golpe, deja de despedirse con la mano.
El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!