Que el peor enemigo de un peruano es otro peruano es una frase dura, lacerante, pero que, en ocasiones, no carece de sustento. Ahora, que el peor enemigo de un limeño es otro limeño y que este limeño se llama Rafael López Aliaga es ya, a todas luces, una exageración. Sin embargo, es justamente lo que viene ocurriendo con nuestro alcalde de Lima. Sí, ha bastado una sencilla, humilde, si se quiere traviesa sugerencia para que una horda incontenible de ciudadanos, anónimos y no tan anónimos, inicien una campaña feroz, terrible y despiadada en su contra. ¿Qué ocurrió? Nada del otro miércoles: López Aliaga solicitó a la Autoridad de Transporte Urbano para Lima y Callao (ATU) que su auto sea el único que pueda transitar por las vías del Metropolitano.

A la mañana siguiente de que el trámite se hizo público, el alcalde de Lima se encuentra sentado en su despacho. Pestañea una, dos, tres veces seguidas. Frente a él, sobre el escritorio, un puñado de diarios yacen uno sobre otro, como si fuera un grupo de naipes. Luego, se pasa la mano por la frente y alcanza a mover algunos de sus cabellos ralos. Entonces, da un largo suspiro al mismo tiempo que eleva su mano, la cierra en un puño y, de súbito, la deja caer con violencia.

—Esto no puede ser. ¡Qué se habrán creído! —vocifera y su voz retumba en su oficina, en todo el piso, en el municipio entero.

Minutos después, tras ser anunciado por la secretaria, ingresa el teniente alcalde Renzo Reggiardo. Con todo el tiempo que le da la vida —como diría un conocido narrador de fútbol—, toma asiento y le lanza a López Aliaga un saludo informal.

—¿Y qué tal, Rafael?

El alcalde lo mira desde la molestia. Su rostro luce avinagrado.

—Mal, Renzo. Indignado con los ataques de la prensa —dice y señala los diarios sobre el escritorio.

Reggiardo baja la vista y su mirada recorre sin mucho interés las primeras planas. Hace un fugaz puchero y entrelaza sus dedos. Luego, mueve la cabeza hacia adelante.

—La prensa, siempre la prensa.

—Sí, pues, no sé por qué últimamente solo hablan mal de mí.

—Bueno, para que hablen bien primero tendrías que hacer algo bueno.

El burgomaestre lanza una mirada asesina. Reggiardo apura una media sonrisa.

—Vamos, Rafael, solo es una broma.

—Yo no estoy para bromas. Renzo. Y tú tampoco deberías de estarlo.

—¿Y ahora yo qué he hecho?

López Aliaga suspira. Luce una satisfacción contenida. Se le ve complacido, como si hubiese estado esperando pacientemente esa pregunta.

—¿Quieres saber qué has hecho?

—Si fueras tan amable.

El alcalde se dejó caer sobre el espaldar y la silla pareció estar a punto de irse para atrás. Luego, López Aliaga se reincorpora.

—¿Te acuerdas la semana pasada que fuimos a almorzar con algunos de los gerentes al restaurante ese de Miraflores, ese del que tanto me habías hablado?

Reggiardo sopesa la pregunta. Parece tratar de adivinar a dónde iba todo eso.

—Sí, me acuerdo.

López Aliaga pasa saliva.

—¿Y te acuerdas que se nos hacía tarde para no perder la reserva y nos estancamos un buen rato por el tráfico?

—Sí, me acuerdo —responde Reggiardo—. El tráfico cada vez está peor. Alguien tendría que hacer algo al respecto.

El alcalde lanza un sonido gutural, ininteligible, algo así como un gemido de enojo.

—¿Y te acuerdas lo que le dijiste al chofer en ese momento?

Reggiardo ladea la cabeza, mientras sus ojos se mueven de un lado a otro, como si estuvieran observando un partido de tenis.

—Estoy tratando de recordar…

—No te preocupes que yo me acuerdo muy bien. Le dijiste: ¿por qué no vamos por la vía del Metropolitano? ¿Qué no ve que está de lo más libre?

—¿Eso le dije?

—Claro, eso le dijiste. Acuérdate que yo estaba ahí.

—Yo también.

López Aliaga hace una mueca mientras Reggiardo, sin apartarle la mirada, alza las cejas.

—Apenas dijiste eso, todos nos reímos. Pensamos que era una broma, pero no. Tú hablabas muy en serio. ¿Y te acuerdas qué te respondió el chofer? Te dijo que lo sentía, pero si lo hacía se iba a ganar un problemón.

—Me desobedeció.

—Exacto, pero tenía buenas razones para hacerlo —dice López Aliaga y luego hace una pausa antes de continuar—. A propósito, hoy no lo he visto.

Reggiardo mueve la cabeza hacia los lados.

—Ni lo vas a ver. Lo despedí.

—¿Lo despediste? ¿Por qué? ¿Solo por lo que te dijo ese día?

—No, como crees. Lo despedí por abandono de trabajo, pero la verdad no fue nada fácil hacerlo.

—Pero que yo sepa nunca abandonó el trabajo.

—Por eso no fue nada fácil hacerlo.

López Aliaga da un largo suspiro, como para calmarse.

—Bueno, pero lo que quería que recuerdes es que la idea vino de ti y que ahora, por esa idea, la prensa me está matando.

Reggiardo levanta el mentón y se inclina levemente hacia adelante.

—Mira, Rafael. Es verdad que fue mi idea, pero yo no hubiera hecho nada sin tu consentimiento. Ese día, después del almuerzo, cuando estábamos degustando unos vinos, te pregunté si querías hacer el pedido formal a la ATU. ¿Y qué me dijiste? ¿Te acuerdas o no qué me respondiste?

El alcalde de Lima hace memoria, empieza a recordar y sus facciones se agravan conforme las imágenes de aquella tarde reaparecen a cuenta gotas en su mente. De pronto, rememora la escena completa y agita la cabeza, como si intentara sacudirse de sus recuerdos.

—Bueno, total, qué importa quién es el responsable de este desastre. Por último, y ya hablando en serio, ¿qué tiene de malo que quiera usar la vía libre del Metropolitano? Si ni siquiera eso puedo hacer, ¿entonces para qué diablos soy alcalde?

La pregunta de López Aliaga no deja de tener validez. Sobre todo porque, bien visto, se trata de un pedido bastante más atendible de lo que la mayoría de limeños pueda pensar. Seamos francos, considerando que Lima es una de las cinco ciudades con peor tráfico en el mundo —¡somos potencia mundial!—, ¿alguien puede culpar a nuestro alcalde por querer sustraerse del pandemónico y ya limeñísimo hacinamiento vehicular?

Algunos —no faltan los haters— han hecho énfasis en lo paradójico que resulta que López Aliaga quiera esquivar el caos que él mismo no ha podido controlar. Sin embargo, pierden de vista que de aprobarse la solicitud ello se traduciría, en la práctica, en un auto menos en las calles de Lima. ¿Acaso ello no contribuiría a aliviar en algo, en alguito, una cosa de nada, el interminable tráfico del mal?

En suma, no caigamos en la crítica fácil y desinformada. Por el contrario, valoremos en su real dimensión a nuestro alcalde. A fin de cuentas, el problema no es que López Aliaga se vaya por la vía del Metropolitano; el problema es que regrese.

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