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Pequeñas f(r)icciones: La recompensa de Hinostroza
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Como cada amanecer, César Hinostroza, el juez protagonista del caso Los Cuellos Blancos, abrió los ojos y se topó con el color conchevino del techo de su habitación. Luego del baño, fue a la cocina y se preparó el café y las tostadas con mantequilla de siempre. Se sentó en la mesa, encendió la laptop y, mientras probaba con los labios la temperatura del café, empezó a ver, como todos los días, las noticias del Perú, aquel remoto país del cual se había fugado hacía casi cinco años.
Sin embargo, aquella mañana vio una noticia que le quitó el apetito: “Ofrecen recompensa de 150 mil soles por prófugo César Hinostroza”. Como si obedeciera una orden, Hinostroza se puso de pie y caminó hacia la sala, sorteó los muebles y se detuvo frente a la ventana. Miró la calle, las demás casas, casi iguales, como gemelas y, más lejos, de fondo, las altas montañas. De golpe, la seguridad que había sentido durante meses, la certeza de que los miles de kilómetros que lo separaban del Perú le aseguraban la impunidad, empezaron a desvanecerse.
Regresó a su habitación, levantó el celular y llamó a uno de sus contactos.
-Aló, Josué.
-Sí, ¿quién habla?
-Soy yo, hermanito.
-Perdone, pero no le reconozco la voz.
-Vamos, Josué. ¿Cómo no me vas a reconocer? Soy César. César Hinostroza.
Se produjo un silencio interminable del otro lado de la línea. Hinostroza retiró el celular de su cabeza para mirar la pantalla y corroborar que la llamada no se había colgado. Entonces, insistió.
-¿Josué? ¿Estás ahí?
El sonido de una respiración era todo lo que tenía como respuesta. Cada segundo de espera era como latidos en su sien.
-Sí, César. Aquí estoy. Es que hace tanto tiempo que no conversamos.
Hinostroza sintió que su corazón dio un brinco.
-Vaya, pensé que habías colgado. Debe de ser la línea. O será que estamos tan lejos.
-¿Tanto así? ¿Dónde estás?
-No pues, hermanito. ¿Cómo te voy a decir dónde estoy? Tú sabes que todo el mundo me está buscando.
-Es verdad. Y ahora peor que te han subido la recompensa. ¿Sabías que están ofreciendo 150 mil soles para quien dé tu ubicación?
-Y si yo mismo se las doy, ¿tú crees que...?
-No, César, a ti no te van a dar ni un sol.
-Sí, ya me lo imaginaba. Igual no me parece justo lo que está haciendo el Ministerio del Interior.
-¿Por qué? ¿Te mereces una recompensa mayor?
-No, Josué. Todo lo contrario. No sé por qué se han encaprichado conmigo. ¿Acaso no tienen otra gente que perseguir? Después de todo, yo no soy tan importante.
-Totalmente de acuerdo.
-Sí, pues. No es que yo sea el defensor del Pueblo. A propósito, te felicito.
-Gracias, César. No ha sido fácil. No sabes todo lo que me ha costado que me elijan.
-Me imagino. Pero sea el monto que sea está bien invertido.
-No, te equivocas. Yo me refiero a que me ha costado mucho esfuerzo. Además, he tenido que tener mucha correa. No te imaginas las cosas que han estado diciendo de mí.
En ese momento, tocan la puerta. Una, dos, tres veces.
-Josué, dame un segundo por favor.
Sin esperar respuesta, Hinostroza se acercó a la puerta y la abrió. Era Ignacio, el joven encargado de la atención de los habitantes del condominio. Siempre servicial, atento y, sobre todo, de confianza.
-Ignacio, es mal momento. Estoy en una llamada.
-No se preocupe. Solo vengo a recoger la basura de la cocina.
-Bueno, pasa, pero no te demores.
Ignacio hizo un gesto afirmativo con la cabeza y entró al departamento. Hinostroza regresó a la sala y se sentó.
-Sí, Josué. Perdona, ¿de qué estábamos hablando?
-De las críticas que he soportado.
-Ah, sí, claro.
-Más bien, César. Hablando de eso. Como comprenderás, tu llamada es un poco comprometedora.
-Sí, claro, te entiendo. Voy a ser breve. Dime, tú, como defensor del Pueblo, ¿no me puedes dar una mano? Recuerda que me están persiguiendo por temas políticos.
-¿Por temas políticos? Vamos, César. Yo te tengo estima, pero tampoco se trata de negar los hechos.
El sonido de la puerta al cerrarse le indicó a Hinostroza que Ignacio ya se había ido.
-¿Entonces? ¿No me vas a ayudar?
-Mira, si te entregas, te prometo que te puedo ayudar legalmente. Podría hacer que te reduzcan la pena.
-¿Que me entregue dices?
-Claro, ¿te imaginas? Si te convenzo de regresar al Perú, voy a subir mis bonos. Voy a quedar excelente.
-Y yo voy a quedar preso.
-Ah, bueno. Eso sí.
-No, Josué. Gracias por tu preocupación.
-Te voy a decir algo, César. No te preocupes. Nadie sabe dónde estás y nadie de pronto lo va a saber solo porque han aumentado tu recompensa.
Tras despedirse, Hinostroza se levantó del mueble de la sala y desde ahí volvió a mirar la ventana. “Es verdad”, pensó, “creo que no tengo de qué preocuparme”. Más tranquilo, convenciéndose a sí mismo de que todo seguía como siempre, regresó a la cocina: decidió que debía comer algo. Se sentó en la mesa y volvió a ver la laptop con la noticia de su recompensa, tal como la había dejado. Iba a levantar la taza de café, cuando, de golpe, como una revelación, se le vino la imagen de Ignacio y comprendió, aterrado, lo que acababa de ocurrir.
Hacía unos minutos, luego de que Hinostroza le abriera la puerta, Ignacio entró al departamento y se dirigió a la cocina. Y, mientras Hinostroza retomaba la llamada telefónica, Ignacio, como tantísimas veces lo había hecho, procedió a levantar la bolsa de basura y a cerrarla con un nudo. En esas estaba, cuando, casi sin querer, echó una mirada a la laptop y vio la noticia de la recompensa, acompañada por la foto del prófugo, del buscado, del que, para su sorpresa, era el mismo señor, tan tranquilo y tan amable, que había llegado allí a vivir, pero con otro nombre, otro apellido, otra historia.
Apenas Ignacio salió del departamento, llegó hasta el contenedor y arrojó la basura. En seguida, con el corazón marcando sus pasos, caminó hasta la pequeña rotonda que está al lado del condominio. Sacó su celular y empezó a googlear: César Hinostroza. Pocos minutos después, ya se preguntaba: “¿Cuántos euros son 150 mil soles peruanos?”
Mientras tanto, en el departamento, Hinostroza no tardó en comprender que su única salida era huir, fugarse otra vez. Corrió a su habitación, puso las maletas sobre su cama y las abrió. Empezó a sacar la ropa y sus zapatos del clóset. También vació los cajones del escritorio. Al ver una foto suya de cuando fue juez supremo, se detuvo. Toda la vorágine de su partida quedó de lado, al menos un momento, y se entregó al recuerdo. “Qué buenos tiempos, carajo”, pensó, “yo hacía lo que me daba la gana y todos querían ser mis amigos. En cambio, ahora…”.
Cuando, una hora después, Ignacio y un par de policías irrumpieron en el departamento, no encontraron a nadie. En ese mismo momento, Hinostroza, todavía nervioso, como un roedor que acaba de salvarse de una trampa, ya estaba rumbo a lo desconocido, alejándose lo más posible del largo, pero lento, lentísimo brazo de la justicia.
El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
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