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Pequeñas f(r)icciones: El día después de mañana
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Agosto de 2026. Un hombre y una mujer, vestidos formales y llevando cada uno una maleta, tocan la puerta de una casa en la provincia de Chota. Desamparados por la ausencia de viento y un cielo libre de nubes, los visitantes son castigados sin piedad por el endemoniado calor del mediodía. Mientras el hombre se pasa la mano por la frente húmeda, la mujer se seca con un pañuelo desechable las mejillas. Un crujir de madera se escucha cuando la puerta se abre. Una mujer con delantal se asoma y los ve asombrada, como si nunca recibiera visitas.
–Buenos días, ¿el señor Pedro Castillo?–pregunta el hombre.
–Él no vive aquí.
–¿Esta no es su casa?
La mujer con delantal mueve la cabeza. Más que verlos, parece estudiarlos.
–¿Ustedes quiénes son?
El hombre alza las cejas y ensaya una sonrisa de cortesía.
–Perdone, no me he presentado. Soy el doctor Carlos Márquez –luego señala a la mujer que está detrás de él–. Ella es la fiscal, la doctora Celia Núñez. Yo soy su asistente.
–Ya les dije que el señor Castillo no está.
–Sí, la escuchamos –dice Márquez–. Pero le habíamos preguntado si esta es su casa.
–Sí, esta es su casa, pero ya no vive aquí.
–¿Dónde lo podemos encontrar?
–No sé.
–Señora –interviene la fiscal Núñez–. No tiene por qué preocuparse. Solo queremos hacerle algunas preguntas.
–Lo pueden encontrar en su nueva casa.
Contenida al inicio, cuando empezó a hablar, parecía un manantial de información. Ante los oídos atentos de los integrantes de la Fiscalía, la señora cuenta que Castillo tiene dos casas nuevas: una en Lima y la otra en Chota.
Media hora después, Márquez y Núñez se encuentran tocando la puerta de la recién inaugurada propiedad de Castillo. Rodeada de zonas áridas, la casa, protegida por unas paredes enormes, parecía un oasis interminable. La puerta eléctrica se abre. Un señor mayor, casi un anciano, aparece.
–¿Quiénes son ustedes?
Luego de presentarse, Márquez, sin mucha esperanza, pregunta por Castillo.
–El señor está ocupado.
–¿Entonces está aquí?
–Sí, está aquí.
–Por favor, dígale que venimos desde Lima solo para conversar con él. No le vamos a quitar mucho tiempo.
El viejo los observa. Luego les pide que esperen y cierra la puerta. Márquez y Núñez se miran. Ya no parece molestarles demasiado el calor. Dos minutos después, la puerta se vuelve abrir.
–Síganme– les dice el viejo.
Conforme avanzan, los ojos de los miembros de la Fiscalía revolotean por todos lados de la propiedad: la piscina, las estatuas repartidas por el jardín, la cochera con espacio para cuatro automóviles, el ingreso al sótano, las incontables puertas. Apenas ingresan a la sala, se topan con la presencia de Castillo. El expresidente los saluda y los invita a sentarse. Les pregunta si les puede ofrecer algo.
–Agua –dicen ambos, casi al mismo tiempo.
Luego de refrescarse, Márquez y Núñez sacan algunos documentos de las maletas. La fiscal da un respiro y se inclina hacia el expresidente.
–Señor Castillo, yo soy la fiscal que lo investiga por los presuntos delitos de tráfico de influencias agravado y colusión, a raíz de los casos Petroperú y Puente Tarata. También, por patrocinio ilegal y tráfico de influencias, debido a una supuesta interferencia en los ascensos en las Fuerzas Armadas.
Castillo sonríe ampliamente.
–Vaya, ya ni me acordaba de esos casos.
–Han pasado más de cuatro años.
–¿Está segura de que no han prescrito?
–No, señor.
–¿No está segura o no han prescrito?
La fiscal lanza una mirada de fastidio. El calor vuelve a molestarla.
–Sus presuntos delitos no han prescrito.
–Ninguno de ellos –interviene Márquez–. De acuerdo a…
–¿Y usted cree que me voy a acordar de cosas que pasaron hace años? –dice Castillo, mirando a Núñez e ignorando a Márquez.
–Pero no sabe ni siquiera qué le voy a preguntar.
–Sea lo que sea, no me acuerdo. Tengo muy mala memoria.
Desde que le asignaron esta investigación, la fiscal Núñez sabía que iba a ser una pérdida de tiempo. Había sido absurda la decisión de la entonces fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, de iniciar una investigación contra Castillo y, al mismo tiempo, suspenderla por más de cuatro años. La Constitución –se había convencido– no dice nada sobre no poder investigar al presidente.
–Parece que eso de la mala memoria se ha vuelto contagioso –dice Núñez.
–¿Por qué lo dice? –pregunta Castillo.
–Por favor –contesta Núñez, con desgano–. No me va a decir que no sabe que todos los otros investigados en estos casos alegaron lo mismo. Ahora resulta que nadie se acuerda de nada.
Castillo se rasca la cabeza. Mira a Núñez con creciente impaciencia.
–¿En verdad, usted cree que me va a pasar algo? –le pregunta el expresidente–. Cinco años me pasé amenazado y nunca me pudieron hacer nada. ¿Sabe a cuántas vacancias he sobrevivido durante mi mandato?
–A siete.
–Exacto. Y eso que la última la promoví yo.
Núñez y Márquez intercambian miradas. Luego ven cómo Castillo se pone de pie.
–Me van a disculpar, pero tengo que viajar a Lima. Voy a Palacio de Gobierno.
–¿Va a ver al flamante presidente?
–Tenemos algunos asuntos que discutir.
–Siempre elegimos el mal menor –dijo Núñez, parándose.
–Esta vez es el mal peor –intervino Márquez, también poniéndose de pie.
–Tienes razón –dijo Núñez–. Es increíble que tengamos otra vez a Vizcarra de presidente.
–Bueno, yo no iba a votar por Antauro –dice Márquez.
Castillo saca de su billetera una tarjeta.
–Si quieres seguir con esta farsa, allá ustedes. Pero primero contáctense con mi abogada.
Núñez la recibe y la conserva en la mano, sin verla.
–La verdad todavía no comprendo cómo se le ocurrió a la fiscal de entonces interpretar así la Constitución. No puede ser que no se diera cuenta de que lo que hacía era blindarlo.
–Si todavía no comprendes, aprovecha y pregúntale.
Núñez lo mira, contrariada.
–¿A qué se refiere? –pregunta y Castillo lanza una sonrisa autosuficiente.
Una luz repentina se enciende en la mirada de Núñez. Luego se precipita a revisar la tarjeta y, al leerla, las piezas calzan triste y súbitamente: Zoraida Ávalos, abogada.
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