Tras una noche apretada, donde fui con Lucía al cine a ver las desventuras del Hombre Araña y sus universos paralelos, terminé lanzándome a la cama solo y sucumbiendo, sin ninguna resistencia, al sopor acumulado. Acabé el día, en buena cuenta, tal y como lo había empezado: sepultado bajo las sábanas. Horas después, la alarma del celular me despertó. Me senté de golpe, en un solo movimiento. Estiré mi mano para alcanzar el teléfono y apagar el sonido, pero, extrañado, noté que no llegaba hasta él. Entonces tuve una desconcertante sensación. Parecía que las cosas, todas, se hubieran movido unos centímetros más allá, alejándose de mí. Recordé una reciente lectura sobre cosmología y me dije: “Si el universo está en expansión, ¿por qué mi cuarto no?”

Mantuve esa sensación -que todo había dado un paso atrás- cuando salí de la cama, en plena ducha y al vestirme. En la cocina, mientras pasaba café, encendí el televisor. Puse, como de costumbre, el canal de noticias. En la cinta que iba de un extremo a otro de la pantalla, se leía: En Vivo desde Palacio de Gobierno. En la imagen, un reportero, con voz afectada, daba cuenta de que en cualquier momento el presidente iba a dar un mensaje a la Nación. Me serví mi taza de café -tres cuartos llena de la cafeína que el doctor me tiene prohibida-, y con un placer culposo, empecé a beber. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para contenerme y no devolver el líquido por la nariz o, peor, para no dejar caer la taza al suelo y hacerla añicos, y todo porque acababa de ver, anunciado con gran pompa y ceremonia, y cubriendo casi toda la pantalla, un primer y temible plano del rostro del presidente de la República, el señor George Forsyth Sommer.

A duras penas, con la vista clavada en el televisor, puse la taza sobre la mesa y un poco de café se derramó. Sin asimilar todavía la realidad, y negándome a aceptar que Forsyth sea nuestro presidente, tanteé con la mano hasta dar con la silla, luego la jalé y logré, por fin, sentarme. No iba a pararme de esa silla hasta que encuentre alguna explicación mínimamente razonablemente de lo que estaba pasando. “Los otros canales”, pensé. Claro, si era alguna extraña y elaboradísima broma de ese canal, los demás tendrían que mostrar la realidad. Pero nada, cada estación emitía la misma señal, el mismo suspenso. “Las redes”, pensé. Claro, el internet es ingobernable, bueno, salvo que Zuckerberg esté metido en esto, y seguro que ahí encuentro la verdad o algún pálido reflejo de ella. Pero fue peor. Lo único que se hacía en las redes sociales era comentar, a la velocidad del instante, el discurso, las maneras y la ropa del presidente Forsyth.

“Esto no puede estar pasando”, me dije, justamente mientras eso estaba pasando. “El amigo Google”, me alenté, “él me puede ayudar”. Busqué entonces el nombre de Forsyth en las noticias pasadas. Hablaban desde su permanente liderazgo en las encuestas hasta su arrollador triunfo en primera vuelta. ¿Entonces era verdad? ¿Forsyth era el presidente? ¿Y Pedro Castillo? ¿Y Keiko Fujimori? ¿Y la segunda vuelta? ¿Y todos estos últimos meses a dónde se habrán ido?

Sin embargo, tras el temor e incertidumbre iniciales, fui aquilatando la situación. Es cierto que tener de presidente a Forsyth no era el mejor de los augurios, pero al menos, en esta nueva dimensión, Castillo ya no era el presidente. Es más, el hombre de Chota ni siquiera había llegado a la segunda vuelta y su agrupación, como era de esperarse, había perdido la inscripción. Todas las tropelías, actos de corrupción, nombramientos inconcebibles y, en general, todo lo que generó la incapacidad de Castillo y de los suyos nunca existió, nunca pudieron hacerle daño al país; tampoco existió -¡gracias a Dios!- el ubicuo y desesperante sombrero ese que me tenía realmente cansado.

Llamé a Lucía. Ella había estado conmigo antes de que las cosas se salieran de control. Quizá tuviera alguna pista. Entonces, cuando creí que ya nada podía sorprenderme, me contestó como si fuera un completo desconocido. ¿Quién eres? ¿Quién te ha dado mi número? No me vuelvas a molestar.

Comprendí entonces que, en este universo, Forsyth tiene como Premier a su padre, Castillo solo pudo arruinar su propia candidatura y Lucía cree que soy un acosador. ¿El bien mayor prevalece sobre el bien personal? Traducción: ¿prefiero seguir en este universo para librar al país de Castillo, aunque eso signifique perder a Lucía? La respuesta era de una claridad tan fuerte que cegaba. No podía dejar las cosas así con Lucía. Ahora, ¿cómo diablos puedo volver a la dimensión original? Algún portal habré cruzado durante la noche, o la madrugada o despuntando el día. Debía repetir mis pasos de la manera más exacta posible, incluyendo, claro, ir al cine otra vez.

No sé cómo decirlo, pero apenas sonó la alarma y abrí los ojos, sentía que algo había cambiado. Me senté al borde de la cama. Estiré el brazo y alcancé mi celular, sin problemas, tal como siempre había sido. Una incontrolable sonrisa de alivio apareció en mi rostro. Entusiasmado, quise corroborar que todo había vuelto a la normalidad. Puse: “George Forsyth” en Google y, además de su biografía, se mencionaba que había sido un candidato presidencial y que había perdido las elecciones. Ya estaba. Segunda comprobación: Googlear “Pedro Castillo”. Sí, para desgracia de los habitantes de este país, la información ratificaba que Castillo había ganado en segunda vuelta y que era, lamentable y constitucionalmente nuestro presidente.

Ya solo quedaba llamar a Lucía. Estaba seguro de que las cosas habían vuelto a ser las de siempre, pero mientras escuchaba timbrar su celular, no pude evitar que una corriente nerviosa, mezcla de ansiedad, duda y temor, diera vueltas en mi cuerpo. Entonces, por fin, contestó. “Hola”, me dijo. Me reconoció y me habló como si nada hubiera pasado, es decir, como si Forsyth nunca hubiera gobernado este país.

Me sentí aliviado. Fui un afortunado en volver a la dimensión conocida. Entonces, Lucía aprovechó mi llamada para decirme que ya no iba a poder salir conmigo como habíamos quedado. “Llega mi ex de viaje y se va a quedar un tiempo conmigo”, me lanzó. Luego me dijo que quería ser sincera conmigo y yo sabía que nada bueno venía después de eso. Entonces me contó que todavía sentía cosas por él y que lo más probable era que volvieran a intentarlo.

Para cuando me despedí de ella, sentí que al que habían despedido -y sin ningún beneficio laboral- era a mí. Liquidado, sin perspectiva alguna, ya quería estar en el día siguiente, o, dado el caso, en el universo paralelo siguiente. En realidad, quería estar en cualquier dimensión menos en esta donde Castillo sigue desgobernándonos desde Chota, y donde el ex de Lucía sigue gobernándola desde siempre.

Decidido está: mañana vuelvo al cine.

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